Apart hotel en Val D’Europe, 9 pm aproximadamente, 3 días
antes de irnos.
Nos tocan violentamente la puerta de la habitación. Ale y yo
nos miramos por encima de la mesa que todavía tiene los platos de la cena.
“¿Quién será?” dice Ale con cara de desconcierto y, como no hay mirilla en la
puerta, corre a ponerse una remera y un short. Antes de atender (porque todavía
no se había decidido) escucha como un hombre dice que hay que desalojar el
edificio. Abre la puerta y un policía está golpeando en todas las habitaciones.
Hay que salir. Nos lo dice con firmeza y sin pánico. Agarramos nuestros
celulares y salimos como estamos. En el pasillo nos encontramos con otra gente
que también está saliendo. En mi cerebro se repite en loop la noticia que acabamos de ver en TVE: estado de emergencia en
Francia por los recientes atentados. Camino por el pasillo con Mati a upa y voy
contando mentalmente. 1, 2, 3, 4… si es un atentado no tenemos chances. Ale
atina a preguntarle al policía qué pasa. “Hay fuego en el edificio” y, aunque
parezca mentira, me tranquilizo un poco porque eso ya es otra cosa. Al fuego le
tengo menos miedo que a los terroristas.
Salimos junto con otros huéspedes. Una nena llora
desconsoladamente mientras todos le decimos que no pasa nada. Cruzamos el
parking, donde hay un leve olor a humo, y vemos los bomberos de acá para allá.
Cuando salimos a la calle y nos unimos a las decenas de personas desalojadas
que esperan en el parque frente al apart, todo nos parece parte de una película.
Recién ahí nos ponemos a observar que la gente tiene cosas.
Cosas… Bolsos, cochecitos de bebé, mochilas. Una chica pasa con una computadora
abierta hablando por Skype.¿Qué le pasa a estas personas? Un policía golpea tu
puerta a las 9 de la noche para que desalojes el edificio porque hay una
emergencia y vos te vestís? Te ponés las zapatillas? (Revisándolo mentalmente
está muy bien, Brad Pitt en World War Z definitivamente se hubiera puesto las
zapatillas) Agarrás una mochila con tus cosas más valiosas? O ya la tenías
preparada?
No hay nadie en patas, excepto mi marido y mi hijo. Y solo
cuento 3 personas en pijamas: una soy yo y las otras dos superan con amplitud
los 70 años. Para colmo de males, Alejo me anuncia con total tranquilidad que
dejó la puerta de la habitación abierta. ¿Por qué? Porque salió tan rápido que
se dejó la puerta abierta. Sí, existe algo así porque me casé con él. Así que
nosotros éramos la familia en pijama y en patas, sin más cosas que los
teléfonos, y a la que potencialmente le estaban robando todas sus pertenencias
en ese mismo momento. Matías corría feliz por la vereda y juntaba piedras del
suelo. Ya fue. Si hubiera sido un atentado, capaz que nos salvábamos antes que
la tarada que salió charlando por Skype.
Me consolé cuando un señor español que teníamos a unos
metros le propuso a la familia ir a tomar un trago al bar de la esquina
mientras esperábamos. Le contestaron duramente “¡Tu suegra está en pijamas!”.
Una hora y media después, los bomberos recogieron sus cosas lentamente y nos
dejaron entrar de nuevo en el hotel. La puerta de nuestra habitación estaba
cerrada y Ale dijo “Estas puertas tienen mecanismos para cerrarse solas…” y yo
miré la puerta con positiva sorpresa y al día siguiente la miré otro rato a ver
si se cerraba sola, pero no. Por supuesto que no nos falta nada. Al otro día,
tan solo la negra habitación quemada que vemos a través de su ventana sin
hojas, nos recuerda la noche anterior. Eso y nuestras dignidades un poquito
heridas. Para Mati fue la mejor noche de aventuras de su breve estadía en el
Val D’Europe.
Casita parisina en
Vincennes, 7:46 am del sábado 20 de Agosto.
En nuestra nueva habitación entra luz por la puerta de la
habitación a esta hora. Viene del living y de la cocina, viene de todos los
lugares donde no cerramos las persianas…porque todavía no estamos acostumbrados
a dormir acá. Lo malo es que no sé a qué hora abren los cafés de París a la
mañana así que me estoy tomando un té en casa, en 3 vasitos de plástico (porque
son tan truchos que con uno solo es como sostener una gelatina) con agua
caliente de la canilla (no tenemos gas todavía, ni microondas).
Puede sonar depresivo para un sábado a la mañana pero es
todo lo contrario. Marido e hijo duermen y desde el balcón de mi nueva casita
parisina se ve el último piso de la Torre Eiffel (a escala son como 8
centímetros). Dos asuntos no necesariamente relacionados entre sí pero que me
alegran el sábado a la mañana. Por eso estoy acá escribiendo, con mi té de la
canilla en vasitos de plástico. No me importa nada. Estamos en París. Vivimos
en París. Me siento Ratatouille (cuando hace el picnic de vino y quesitos
mirando por la ventana).
No me despedí de Madrid. Primero, porque me parece que no
termino de irme nunca. Segundo, porque uno ya no se despide de una ciudad donde
tiene una casa (y sobre todo si esa casa tiene prácticamente todas mis cosas adentro
todavía). Pero aún sin despedida, empaqué cosas para un tiempo indefinido y un
clima más indefinido aún, y nos vinimos acá.
Hace dos días que dejamos el apart hotel que, aunque solo
nos alojó por un mes (a Ale por un poco más), ya se había convertido en un mini
hogar.
Cuando llevaba viviendo en Estambul unos pocos meses y mi
turco aún no era gran cosa, una señora me paró en el parque de Göztepe para preguntarme
dónde quedaba el banco. Le respondí con mi rudimentario vocabulario
probablemente mal pronunciado y, viendo que ella seguía mis indicaciones, me
sentí completamente integrada a la población local. Dar indicaciones es una de
las cosas más satisfactorias que pueden pasarle a uno en una ciudad ajena. Y
eso, precisamente, fue lo que me pasó hace dos días cuando dejábamos el apart
hotel para venir a instalarnos en nuestra nueva casita parisina.
Crucé el centro comercial Val D’Europe con Matías en el cochecito
y todo el contenido de nuestra habitación (después de que Alejo se hubiera
llevado las valijas con lo que en ese momento parecía “todo”), incluido lo que
estaba en la heladera y valía la pena conservar. Ya me sabía el camino de
memoria, los locales, las vidrieras. Hasta tenía mi rutina y mis lugares
preferidos, como el lago por el que íbamos a pasear con Mati todas las mañanas
y algunas tardes yo volvía a correr. Cuando salimos del centro comercial y
cruzamos la calle rumbo a la estación del RER (el tren) me paran unas chicas
con velo para preguntarme por La Vallée Village (una simpática callecita
peatonal donde están las tiendas más exclusivas, a un costado del shopping).
Les indico cómo llegar y en ese momento me doy cuenta que ya estaba en casa. Y
abandonándola otra vez.