3 de diciembre de 2015

Alguna vez irás a Praga

De todas las buenas razones que no se me ocurrían para visitar Bratislava, hubo dos que fueron imbatibles: estaba en el camino de Budapest a Praga y necesitábamos reabastecernos de pañales urgentemente (¿y qué mejor lugar que Bratislava?).

Probablemente mis queridos lectores tengan conocimientos más actualizados del planisferio que yo pero, la última vez que revisé a conciencia la zona, Checoslovaquia todavía era una sola. Así es que tenía poca idea de la existencia de Bratislava (me gustaría decir que la vi en una película pero no estoy segura), resultó ser la capital de un país: Eslovaquia. Y, aunque probablemente todavía no valga la pena el vuelo desde Argentina, puedo destacar dos cosas: Eslovaquia tiene una bandera fantástica y en Bratislava se consiguen pañales muy aceptables (y en euros, porque es Unión Europea y todo… mire usted).

No hace falta andar demasiado desde la plaza principal de Bratislava para encontrar los edificios derruidos y post-apocalípticos que me imaginaba que iba a haber. Aunque, a decir verdad, también me sorprendieron algunas calles con edificios muy pintorescos y las afueras de la ciudad con casitas en el bosque. Insisto, queridísimo lector, no hace falta que vaya hasta Bratislava… no es especialmente atractiva, solo quedaba de paso. Y necesitábamos pañales. El destino final era la ciudad de Praga, antiguo Reino de Bohemia y actual República Checa (la hermana famosa de Eslovaquia).

Malamente empezamos

Llegamos a Praga en nuestro autito alquilado y ya era de noche, no lográbamos dar con la calle que estábamos buscando y además Matías, que ya estaba empezando a cansarse del auto, lloraba desconsolado. Cuando al fin logramos encontrar la dirección correcta, allí nos esperaba un señor checo, dueño del departamento que sería nuestro hogar por unos días. Horrible. No el señor, el departamento, lo odié hasta el final: en una calle con dos (a falta de uno, ¡dos!) cabarets, con un ascensor temible en el que entraba el cochecito con el bebé pero no los progenitores, una cama ensortijada que te apuñalaba con sus resortes (seré una princesa moderna) y un bañito hediondo en el que el dueño, amablemente, nos había dejado 3 toallas de manos. Imagínense por un momento a toda una familia secándose con 3 toallas de manos…no es tan gracioso si te estás congelando en un departamento horripilante en el lado comunista de Europa. Malamente empezamos, Praga. Eso nos pasa por hacernos los cool e ir a departamentos. Que para algo se crearon los hoteles horribles pero con toallas grandes.

Con el nuevo día, intenté abrir mi mente (y mis ojos con sueño) a la nueva ciudad. La famosa Praga. ¿Qué hay que ver acá? No tuve que preguntarlo dos veces que ya tenía a mi queridísimo marido leyéndome una guía. Hemos avanzado mucho de todos modos, ya no son guías en papel (nos pasamos a las versiones digitales que son iguales pero en una pantalla táctil, irresistible para mi marido, que puede ir toqueteando el iPad mientras pasea por lugares históricamente relevantes) y ahora yo ya no escucho las partes que no me interesan. Y somos todos más felices.

Un invento histórico

Dice la historia que Praga fue fundada por un rey, Boiia, que llamó a la región Bohemia en honor a sí mismo (bien hecho, ya que va a fundar algo…). A partir de ahí se sucedieron los germánicos, los eslavos, los romanos, los protestantes, los Habsburgo, el imperio Astro-Húngaro, los Nazis, los Soviéticos y finalmente, luego de la Revolución del Terciopelo, quedaron los propios (o lo que quedó de ellos). Tanta invasión, tanta colonización, revueltas y revoluciones, dejaron huella en la sociedad que se volvió poco paciente y un poco extrema para mi gusto (o al menos, fácilmente irascible). No por nada los checos fueron los inventores oficiales de la muerte por defenestración, que es arrojar a alguien por la ventana (si lo piensa, querido lector, es un gesto a la vez iracundo y poco paciente). Aunque los primeros intentos desde el Antiguo Ayuntamiento no tuvieron demasiado éxito (quizás fuera porque los tiraron desde un primer piso), fueron perfeccionando su técnica a medida que se les acumulaba la gente para arrojar.

Sinceramente lo que menos me gustó de Praga fueron los habitantes, pero no por su historia política, sino porque tienen esas típicas avivadas de ciudad turística que los viajeros tanto odiamos. Habrá checos amables, como aquella ex tenista profesional que, a la vez que le decía cosas en checo a Mati (parecían cosas lindas), nos contó la historia de su vida y su carrera profesional truncada por un padre que no pudo seguir pagando las competiciones. Por el resto, más o menos: medio vivos, medio cancheros, medio muy acostumbrados a vivir de la famosa ciudad a donde todos van a parar.

No sé si Praga es demasiado chica o tiene una superpoblación turística perenne porque también podría hablarles de las multitudes apiñadas en las callecitas de la Ciudad Vieja, que se movían con la fluidez de un rebaño de vacas reumáticas; o de las interminables calles de adoquines, ideales para pasear un cochecito con un bebé o sin el bebé (para el caso es igual de desquiciante); ambas cosas casi acaban con mi paciencia. Sobre todo lo de los adoquines, porque no hay duda que son modernos, no creo que estén ahí desde Boiia. Pero no hace falta ensañarse con ella porque Praga es famosa por algo: su enorme belleza. Y bella también es.

El peligro de llamarse Jan

Lo que nos quedaba más cerca (algo de bueno tenía nuestro departamento horrible: la ubicación) era la gigantesca Plaza de Wenceslao. Aunque más que una plaza es un gran boulevard con el Museo Nacional en un extremo y la entrada a la Ciudad Vieja en el otro. Esta plaza es famosa por ser un lugar de protestas masivas y eventos políticamente relevantes. Como la proclamación de la independencia de Checoslovaquia en 1918, los desfiles durante el régimen Nazi y uno de los episodios más famosos, que fue protagonizado por el estudiante Jan Palach quien se prendió fuego a sí mismo para protestar por la invasión soviética.

Luego de recorrer la plaza de Wenceslao, dejando atrás el enorme Museo Nacional, nos encontramos con un precioso mercado de otoño, una larga hilera de puestitos en forma de cabañas de troncos que vendían artesanías, flores, frutas y los deliciosos dulces típicos: el trdelník (lo sé, impronunciable, pero no se haga drama, mi querido lector, porque yo fui y vine de Praga, comí unos cuantos y recién me enteré de cómo se llamaba leyendo la Wikipedia en estos días). ¿Qué es? Bueno, es una especie de pan o factura en forma de cilindro hueco, que se cocina enrollándolo a un palo de madera y poniéndolo a las brasas, y luego se lo espolvorea con nueces y canela. ¡Es delicioso! Más cuando lo sirven recién hecho y calentito.

Más allá del mercado, comienza la parte peatonal de Praga (convenientemente adoquinada), y caminando unas pocas cuadras llenas de restaurantes y tiendas de suvenires, llegamos a una de las cosas más vistosas de la ciudad: la plaza principal, también llamada Plaza de la Ciudad Vieja. Lo primero que descubrimos, quizás por la aglomeración de gente que esperaba frente al Antiguo Ayuntamiento, fue el Reloj Astronómico, un antiquísimo reloj que data de 1410 y el más viejo del mundo todavía en funcionamiento. Mide las horas, los meses y los estadios del sol y de la luna en complicados mecanismos que se superponen; y tiene figuras animadas que aparecen a cada hora en punto. Yo, que a gatas puedo leer la hora en mi reloj, y si me apuran la digo mal, fui incapaz de leer nada en el increíble reloj astronómico. Los invito a intentarlo la próxima vez que visiten Praga.

A un costado del Antiguo Reloj Astronómico, se abre la pintoresca plaza de Praga, rodeada de preciosas casas con fachadas de colores, el edificio del Antiguo Ayuntamiento, la barroca Iglesia de San Nicolás y su vecina gótica, Nuestra Señora enfrente del Tyn. Todos estos estilos forman un conjunto muy pintoresco y uno de los lugares más famosos y fotografiados de Praga.

En el centro de la plaza se alza una estatua en memoria de Jan Hus, un filósofo y reformador religioso cuyas teorías dieron inicio a las Guerras Husitas. Él no llegó a verlas porque lo quemaron en la hoguera por hereje, pero ganó la República Checa, repudió a la Iglesia Católica y se volvió protestante.

Si estuvieron atentos hasta ahora, habrán notado la relación directamente proporcional que existe en esta zona entre llamarse Jan y morir quemado. Solo quería destacar ese detalle.

Delicias urbanas

Hasta aquí la parte histórica y arquitectónica de la plaza, porque lo que realmente me llamó la atención una vez que ya sacamos las fotos de rigor, fue la inmensa cantidad de gente. Una multitud. Y bandas de música repartidas por ahí, guías con sus tours, puestos de trdelnik y lo mejor de todo: enormes piezas de jamón de Parma asándose en un espiedo. Quizás si no hubiera tanta gente sería mi más sincera recomendación sentarse en un banquito con el menú checo completo: jamón de Parma, papas asadas y de postre trdelnik. Pero ni lo intenten, porque van a estar peleando por un pedazo de banco al sol y cuando lo consigan se van a dar cuenta de que se olvidaron de comprar agua y el jamón está saladísimo, y mientras uno de ustedes se levanta a buscar agua, el otro tendrá que luchar por conservar ese lugarcito que quedó libre frente a las multitudes. Inspirado en una historia real.

Todavía sedientos, continuamos camino por Praga y dejamos atrás la plaza para ir a ver la segunda cosa más linda de la ciudad: el Puente de Carlos. Es un maravilloso puente de piedra, protegido por tres torres (una de ellas es la espectacular Torre de la Pólvora) y decorado con decenas de estatuas ennegrecidas por el paso del tiempo. Antiguamente era el único puente que cruzaba el río Vltava, conectando la Ciudad Vieja con el Castillo de Praga y actuando como una importante vía comercial. Hoy es casi una galería de artistas, lleno de pequeños puestitos de pintores y artesanos que ofrecen a los turistas sus manualidades exageradamente caras… aunque a mi me gustó mucho una hebilla de madera en forma de hoja y mi marido me la compró. Dejo constancia por todas las veces que me quejo de él en las crónicas.

Praga, la bella

Del otro lado del río Vltava (que fácil parece el checo, ¿no?) se encuentra el barrio de Malá Strana que se originó como barrio real en 1247 cuando se asentaron ahí las personas que ejercían los oficios para el Castillo de Praga, donde vivía el Rey de Bohemia. Aunque también estaba lleno de gente, me pareció aún más lindo que la Ciudad Vieja, no en vano llaman a este barrio “la perla del barroco”. Después de entrar en calor con otra de las especialidades locales, la sopa de gulasch (además servida en un maravilloso pan hueco), subimos por callecitas empinadas dejando atrás el puente, hasta llegar a una plaza desde la que se tiene una hermosa vista de la ciudad con sus techos color ladrillo y las torres en pico de algunos edificios.

Por supuesto que la estrella del barrio es el Castillo y allá fuimos. Un enorme complejo de edificios de casi todos los estilos arquitectónicos del milenio forman el denominado castillo, incluyendo iglesias, varios museos, palacios, jardines, etcétera. Sinceramente no logro recordar demasiado del recorrido, quizás estaba un poco podrida a esta altura; o tal vez Pepinito lloraba… en fin, me quedaron pocos recuerdos y pocas fotos (¿se podría sacar fotos?). Lo que sí puedo asegurar haber visto y que además me encantó fue un callejón junto a la antigua muralla del castillo donde estaban los talleres de los artesanos que trabajaban para el rey. Es una bonita sucesión de pequeñísimas casitas de madera que hoy tienen a modo de exhibición algunas de las herramientas y del mobiliario de la época. Es precioso, muy medieval y muy de cuentos de hadas.

Tal vez sea una de las ciudades más lindas del mundo, es definitivamente pintoresca y tiene cosas preciosas, pero todavía tengo que quitarme esa sensación de agobio permanente entre la cantidad de gente y los benditos adoquines. A pesar de mis quejas, ninguna crónica puede eclipsar la belleza de Praga, aunque lo que más me gustó de visitar esta ciudad fueron momentos y no lugares: el olor de los cochinillos asándose en los restaurantes de la Ciudad Vieja, el atardecer desde el Puente de Carlos, con el castillo a un lado del río y la Torre de la Pólvora al otro, los trdelnik calentitos que comimos viendo la gente pasar en Malá Strana y las historias turbulentas de la ciudad que nos relataba el guía bajo las famosas ventanas en las que se inventó la defenestración. Es uno de esos destinos inevitables: por famosa, por bella, por ser Praga. 

Álbum

Bratislava
Trdelnik

Plaza de la Ciudad Vieja
Puente de Carlos
Malá Strana
Sopa de goulash
Calle de oficios en el Castillo
Praga desde lo alto