Antes de hablar de Copenhague, o tal
vez para hablar de eso precisamente, me gustaría contarles sobre una tradición
que tenemos con mi Mamá: cada vez que nos estamos por separar (ya sea porque yo
fui a la Argentina o ella vino a donde sea que esté), ella me esconde papelitos
con mensajes entre la ropa, en la valija y hasta en mi cartera. Es una
tradición que empezó hace mucho tiempo, en las primeras despedidas y, aunque
cada nuevo mensajito me arranca unas lágrimas, es como si ella estuviera
conmigo en el momento que lo encuentro. A veces los descubro todos durante los
primeros días y algunas veces, debo admitirlo, los busco con ilusión. Al
principio yo también le dejaba papelitos a ella, pero me ponía a llorar en
mismo instante en que los empezaba a escribir, así que dejé de hacerlo.
¡Prometo juntar coraje para el próximo viaje!
Al bajar del tren en la estación de
Copenhague, llovía copiosamente (aunque les juro que mientras aterrizábamos era
un día espléndido de sol). Me metí en un negocio de la estación que vendía
paraguas y compré uno, sin saber bien cuánto costaba porque todavía estaba
sorprendida de que en Dinamarca no hubiera euros (la moneda local es el kron,
que me sonó a bestia mitológica). El indio que atendía el negocio me saludó con
una sonrisa, mientras observaba a los clientes que se le acumulaban junto a la
caja registradora. Todos, indefectiblemente, con un paraguas en la mano.