7 de julio de 2014

Beijing prohibida

Beijing me causó una impresión muy profunda y un recuerdo que tal vez no olvide nunca. Fue la primera vez, en un viaje de 12 días por China, en que sentí las restricciones con las que se vive en aquel país. Hasta ese momento estaba viajando por una tierra desconocida, de curiosas tradiciones, con dificultades para comunicarnos y gastronomía insólita. En Beijing viví la otra China, la que mezquina derechos humanos.

No me gusta dejar crónicas sin escribir. Todavía me persigue el recuerdo de San Francisco, la ciudad no narrada… Quizás sea porque las crónicas las escribo para mí, porque estoy segura que algún día me voy a empezar a olvidar de todas estas aventuras maravillosas y no quiero que eso suceda. O, mejor dicho, cuando eso suceda, quiero tener escrita la mayor cantidad de aventuras así las puedo revivir leyéndolas. Mis crónicas son como fotos pero de sensaciones, recuerdos y retazos de información que quiero guardar para después y el proceso de escribirlas es mucho más complejo de lo que parece. No basta con leer interminables artículos en la Wikipedia y ver una y otra vez las fotos del viaje. Se necesita una oración, LA oración que desencadena una crónica. Funciona así, no me cuestionen. Así que acá voy… empiezo una crónica realmente atrasada, con seis meses de olvidos y muchos viajes en el medio.

Primero lo primero. Debo admitir que a esta altura del viaje estaba un tanto cansada. Hacía muchos días que tenía frío (los recortes energéticos en China se sienten en la falta de calefacción en casi todos lados), los chinos me tenían podrida con sus escupitajos permanentes, la comida no estaba cubriendo mis necesidades alimenticias (fluctuaba entre los estados de “me quedé con hambre” y “no sé si me gustó eso”) y la convivencia con mi familia política empezaba a cruzar esa línea en la que todos nos molestamos simultáneamente. Así que Beijing, con todas las maravillas que tenía para ofrecernos, tuvo que lidiar con una Cinti fastidiada.

La ciudad se llama Beijing pero muchos de nosotros la conocemos como Pekín, que no es más que la romanización antigua de los caracteres chinos, y la traducción aceptada al español. Tiene más de tres milenios de historia, es la capital de China y la segunda ciudad más poblada del país (luego de Shanghái), con más de 21 millones de habitantes. Considero conveniente, llegados a este punto, transmitirles mi brevísima versión de la historia de China para principiantes: primero estaban los Reinos Combatientes esparcidos por el territorio, luego se unieron bajo el mando de Qin, el primer emperador y el que dio origen al nombre “China”, después vinieron una serie de dinastías indistinguibles (entre ellos los Tang, que me los acuerdo por el jugo), en el siglo XIII los invadieron los Mongoles, la dinastía Ming los destronó y China vivó su época dorada (e hizo unos cuantos jarrones), en 1912, luego de revueltas y guerras, se instauró la Republica China y en 1949 el Partido Comunista Chino, al mando de Mao Zedong, tomó el poder y el país se convirtió en la actual República Popular de China: partido único. Más claro, imposible. Pueden rellenar los huecos leyendo algún artículo pertinente.


Era 31 de diciembre a la noche y, siguiendo la tradición familiar, fuimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, el Dadong Roast Duck, cuyo plato estrella es (adivinen) el pato pekinés o pato laqueado. El restaurante estaba lleno de gente, extranjeros y todo y, mientras nos llevaban a nuestra mesa, pasamos por las fogatas en las que se cocinaban los patos. En cuanto estuvieron listos los nuestros (habíamos pedido dos, con la idea de hacernos un festín) vinieron a la mesa a mostrárnoslos, con sus largos cuellos doblados y sus cabezas colgando, brillantes de laqueado. Nos frotamos las manos mentalmente… Nos trajeron unas tortillitas, salsas y demás ingredientes que se usan para armar una especie de taco de pato. Primero vino un plato con la piel crujiente (la figura de esta comida) y después vinieron dos o tres platitos más con la carne. Armamos nuestros mini tacos aviares, que estaban deliciosos y luego de un rato asumimos que no venía nada más. Algo me dice que de todo el pato que vimos cuando vinieron a presentárnoslo, solo comimos una pequeña porción… No sé si es lo usual o es lo turístico, pero eso es lo que pasa cuando uno está de aventuras por países desconocidos, anda como turco en la neblina. Pedimos un arroz porque nos habíamos quedado con hambre; el otro plato estrella del restaurante era nuestro archienemigo el pepino de mar y no queríamos volver a tener esa experiencia.*

Para volver al hotel (a las 11 de la noche, puesto que el restaurant cerraba), esperamos que algún taxi nos recogiera pero parecía una tarea imposible, hasta que una combi pintada como transporte escolar se detuvo, Ale y uno de mis cuñados negociaron el precio y la conductora (part-time profesora de historia de un colegio) nos llevó a todos al hotel. Esas cosas pasan en China. Las doce de la noche llegaron sin más pompa que nuestros humildes festejos en el bar del hotel. Al lado teníamos una mesa de españoles que también habían decidido ir a pasar el Año Nuevo a, probablemente, el único país del mundo que no sigue el calendario gregoriano. A veces las cosas son así de raras, hasta me siento rara contándolo.

La excursión más importante para hacer desde Beijing es, definitivamente, a la Gran Muralla China. Nos tocó un día radiante de sol (para el que me abrigué demasiado). Luego de viajar como dos horas en combi, subimos en teleférico hasta una plataforma por la que se accede a la muralla, a uno de los muchos puntos de entrada que hay.

La Gran Muralla China es una fortificación que se comenzó a construir en el siglo V a.C. para protegerse de los ataques nómades del norte. Supo tener 21.196 kilómetros de largo pero hoy en día se conserva un 30%. Durante la dinastía Ming tuvo su época de esplendor y cuenta la historia que la custodiaban un millón de soldados. Dicen que es el mayor cementerio del mundo ya que en sus inmediaciones están enterrados los diez millones de trabajadores que murieron durante la construcción (ya ven que los chinos no escatiman en trabajadores). El paisaje se ve distinto según la época del año y, aunque en verano todo debe ser verde y frondoso, también explota de turistas.

La Gran Muralla, sin embargo, es impresionante independientemente de la estación. De lejos se ve como una línea gris que serpentea por valles y montañas y que no se acaba nunca. De cerca es un muro de piedra, tan ancho como una vereda, que tiene sectores planos y otros llenos de escalones. Piensen en la Edad Media, en caballeros con armaduras y en Juego de Tronos para imaginársela, porque esta obra de la antigüedad parece tener un tiempo en si misma, y definitivamente no pertenece a nuestra época. Aunque no lo crean, hay gente que va a correr a la Muralla China. Y es algo curioso de ver porque, además de que es un tremendo esfuerzo físico por la cantidad de escalones que hay, es como una incongruencia histórico-temporal. Como un astronauta en las Pirámides de Egipto.

Recorrimos caminado desde una entrada hasta la siguiente, desde donde bajamos en el medio de transporte más divertido del mundo: el tobogán o slider. Sin desmerecer el patrimonio histórico y una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno, bajar a toda velocidad en los deslizadores metálicos, que se subían a los lados del tobogán en las curvas, fue lo más emocionante de la Muralla.

De vuelta en Beijing, visitamos el Palacio de Verano, un parque gigante con residencias imperiales, teatros, pagodas y jardines situados a orillas del Lago Kunming, que fue construido artificialmente en forma de durazno, la fruta que simboliza la longevidad. Es un lugar magnífico, lleno de colores y de árboles, y con una vista preciosa del atardecer sobre el lago congelado. Destaca especialmente el Gran Corredor, una pasarela techada que recorre la orilla del lago, mandada a edificar por la emperatriz en 1700 porque quería pasear por sus jardines sin tener que preocuparse por las inclemencias del tiempo.


A la noche, incapaces de acostumbrarnos al temprano horario de cena local, nos dedicamos a pasear por la peatonal Wangfujing, en cuyo mercado de puestos de comida encontramos algunas de las piezas de gastronomía más insólita que vi. Y eso teniendo en cuenta que en mi viaje por China ya había comido pollitos bebés, pepino de mar, ensalada de aguaviva y sopa de nido de pájaro… entre otras. En este mercado, lo que se destacaba era su fina selección de insectos: escorpiones, arañas, gusanos y cucarachas. Todos delicadamente clavados en brochettes y fritos. Hasta estrellas de mar había, y unos animalitos rostizados que solo pudimos identificar como… ratas. Aunque Andrew Zimmern estaría muy decepcionado de mi, fue demasiado para nosotros en todos los sentidos, así que solo sacamos fotos y seguimos camino, tratando de borrarnos la imagen.



Al día siguiente nos esperaba la famosa plaza de Tiananmen y la Ciudad Prohibida, en el corazón de Beijing. La amplia avenida principal que divide una de otra está rodeada de enormes edificios de arquitectura comunista que alojan al Partido y a diferentes organismos estatales. Todos indistinguibles uno de otro, con la bandera china o la foto de Mao Zedong como únicos elementos decorativos.

Al llegar a la puerta de la Ciudad Prohibida, mientras mi suegro nos leía la guía de turismo y nosotros comentábamos la impresionante cantidad de cámaras de seguridad que había por todos lados, una pareja china de aspecto normal se coló entre la multitud de turistas. Volaron papeles por el aire y cuando cayeron al suelo vi que eran una especie de folletos. En un abrir y cerrar de ojos apareció la policía uniformada y la de civil y empezó a detener a unos y a otros. A nuestro alrededor los policías pedían cámaras y revisaban filmadoras de turistas, hasta entraron a la puerta de la Ciudad Prohibida, donde la pareja se había intentado meter y los trajeron a rastras. Los levantaron del suelo y los metieron en una camioneta que había llegado hacía unos instantes. Mientras sucedía esto, otros juntaban todos los folletos que habían caído al piso, antes de que nadie pudiera leerlos y aún menos, recogerlos. Todo sucedió en unos segundos, con una eficiencia y una violencia que me dejó anclada al suelo, con un nudo en la garganta, viendo como metían en la camioneta al último de los infractores y imaginándome el peor de los destinos.

Nunca había vivido algo así. Nací y crecí en libertad y en democracia, una de las más corruptas del mundo, probablemente, pero democracia al fin y al cabo. No se lo que es no tener libertad de expresión, no poder decir y opinar lo que uno quiera, por más descabellado que sea. Aunque tenga que aguantar a mi presidenta en Cadena Nacional diciendo barbaridades, puedo, aún mientras ella está hablando, publicar en las redes sociales que es una corrupta o incluso que es fea y vieja (y agradezco todos los días por eso). Con todo, Turquía fue realmente el primer país donde sentí que uno no podía decir lo que quisiera de los gobernantes. Así que imagínense cómo me impresionó el episodio en Tiananmen. Me sentí ofendida y rabiosa, pero por sobre todo, me sentí ignorante. Porque, aunque había escuchado sobre estas cosas, nunca las había incorporado como una realidad. ¡Que increíble que exista esto en el mundo de hoy en día! Y que tristeza es saber que cambiar la mente de personas criadas así puede tardar tanto tiempo.



La Ciudad Prohibida es una edificación que sirvió de palacio imperial desde la dinastía Ming, construido entre 1406 y 1420. Como muchos de los edificios antiguos de China, está hecho casi en su totalidad de madera y es considerado el complejo de estructuras antiguas de madera más grande del mundo. Cada uno de los carteles que indican el nombre y la historia de los edificios tiene una leyenda al pie que está pintada por encima como para evitar su lectura. Aún así se lee: “Made possible by the American Express Company” (Hecho posible por la Compañía American Express), probablemente quien financió la recuperación. Una de tantas licencias que se toma el comunismo para no perecer.

El complejo de la Ciudad Prohibida tiene 980 edificios, cuyos salones se suceden como una lista de virtudes separadas entre sí por enormes patios: el Salón de la Armonía Suprema, el de la Pureza Celestial, el de la Tranquilidad Terrenal, y… En todos predominan los colores rojo y amarillo (o quizás, dorado) y sus techos puntiagudos de miles de tejas, siendo el mayor ejemplo de la arquitectura tradicional china. Los detalles que los decoran se aprecian cuando uno se va acercando y descubre cientos de coloridos dibujos y formas geométricas. Pero, a la distancia, todo el conjunto arquitectónico parece simple y de proporciones gigantescas.

Luego visitamos el Templo del Cielo, el mayor templo taoísta en toda China (aunque el culto al cielo está considerado pre-taoísta). Está construido en lo alto de la ciudad y funcionó durante la dinastía Ming y Qing como lugar para orar y agradecer a los Cielos por las cosechas. Lo más bonito es el ornamentado altar circular y el camino que separa los templos de la entrada.

Me faltaba ver la plaza de Tiananmen ya que el primer día que llegamos me negué a ir porque estaba agotada y congelada. Todavía siento frío cuando me acuerdo de aquellos hoteles gélidos… Aquel día, la experiencia de mi suegro y mis cuñados (los valientes que sí fueron) se vio interrumpida cuando la policía desalojó abruptamente la plaza, como hace todos los días luego de bajar la bandera china. A mí no me fue mucho mejor, ya que directamente estaba cerrada. La vi desde un rinconcito de la esquina y fue más que suficiente porque solo es una enorme plaza con el Monumento a los Héroes del Pueblo a un lado, la tumba de Mao Zedong al otro (con su correspondiente gigantografía) y el poste con la bandera en el centro. Allí se produjeron las famosas protestas de 1989, iniciadas por un grupo pro-democrático y finalizadas con la imposición de la Ley Marcial. El número de muertos durante las protestas sigue siendo una incógnita, ya que el gobierno chino nunca reveló datos oficiales (se cree que entre 800 y 2.500 personas). Sin ninguna intención de tratar con la policía china, consideré que eso iba a tener que bastar como visita a la plaza más celosamente custodiada que vi en el mundo. Tanto teme el gobierno chino a las multitudes que hasta la entrada y la salida de Tiananmen se hace en fila india. Resulta una curiosidad literaria que la Ciudad Prohibida sea ahora de más fácil acceso que la plaza.


Alrededor del predio que ocupa Tiananmen, hay unos callejones de la ciudad antigua que conservan la arquitectura y la forma de vida china tradicional, se llaman hutongs . Algunos son muy famosos y en sus calles principales se pueden encontrar desde negocios locales de frutas y verduras, hasta marcas internacionales, todos respetando las fachadas originales. Allá fuimos a pasear por las calles del antiquísimo hutong, y pronto dejamos la arteria principal para ver las callejuelas secundarias, que son mucho más pobres. Se trata de una especie de casas de un solo piso interconectadas a través de patios, como si fuera un conventillo horizontal. Lo que se ve a través de las humildes puertas o de los patios cuenta la historia de una China que no parece haber llegado hasta el siglo XXI: una donde el transporte más común son las bicicletas (y no por espíritu ecológico) y no existen las cloacas, así que hay un baño común por cada manzana. Aún así forman una imagen muy tradicional y atemporal de Pekín y, por supuesto, son muy seguros.

China fue definitivamente una experiencia agotadora… Me dejó con hambre, con frío, frustrada con el inglés y extrañando los modales en general. Aún así, es un país de contrastes maravillosos, de paisajes extraordinarios y que tiene mucho para ofrecer. Cuesta conseguirlo, eso sí. Viajar por China no es fácil, la mayor parte del tiempo uno no tiene idea de lo que está sucediendo y solo sigue al resto; además, como la gran mayoría de turistas son chinos, el resto sí sabe.

Analizando con tiempo y con mucha más información de la que quise incorporar cuando estaba allá (no soy una gran lectora de guías de turismo in situ), no dejo de asombrarme de la asombrosa cultura de este país, tan diferente a nuestro lado del mundo (probablemente el más distinto que visité). Y es justamente en Beijing, o Pekín, donde viví esa extraña combinación entre el espíritu chino tradicional y lo moderno: los hutongs y la Ciudad Prohibida; el mercado de insectos y los restaurantes de vanguardia internacional; la Muralla China y su divertido tobogán. China es un destino lleno de colores (aunque predomine rojo, con todo lo que ello significa) que vale la pena descubrir. Apto para aquellos valientes que decidan embarcarse en esta aventura que pone a prueba la curiosidad del más curioso de los turistas.



* referencia a las crónicas chinas “Feliz Navidad, Hong Kong”