Viajar por Estambul siempre lo pone a uno un poco nervioso.
Puede que sea el tránsito o las horas pico… pero sobre todo es el hecho de que
la ciudad esté dividida en dos partes tan significativas que son continentes distintos.
A uno lo pone en un aprieto la geografía de Estambul porque siempre hay que
tener en mente los puentes que cruzan el Bósforo o bien los ferries. Como los autos todavía no
vuelan, uno es esclavo de esta acuática separación entre Europa y Asia al momento
de viajar.
Y “para más inri” (como dirían los españoles haciendo
referencia a la cruz de Cristo) el trazado de la costa oeste de Turquía es
bastante complejo, con decenas de bahías y penínsulas en el Mar de Mármara y
luego el Egeo. Tanto es así que resultó que para ir a la Isla de Bozcaada, a
escasos 7,5 kilómetros de la costa asiática, era más rápido ir por el lado
europeo y luego cruzar en barco por el Estrecho de los Dardanelos hasta la
ciudad de Çanakkale.
Como mis instintos orientativos a gran escala son bastante
pobres, dejé en manos de mi señor marido el trayecto. Me juró que eran como
máximo cinco horas y media, y yo, un poco deprimida por haber vuelto de la
Argentina hacía unos días y otro poco resignada cuando se trata de éste tipo de
aventuras: en ruta y en países extraños, confié en él. No me defraudó, eran
cinco horas (al menos de ida), punto para Alejo.
La salida de la ciudad de Estambul es abrupta, de pronto
se termina la urbanización y empieza la Turquía agrícola de la que tanto oí
hablar pero nunca había visto hasta ahora. Grandes campos de maíz, girasol y olivos se
extienden en suaves colinas hasta que alcanza la vista. Cada tanto nos cruzábamos
algún pueblito cuyo monumento central y motivo de orgullo era la mezquita
local; algunas decoradas de manera muy curiosa, con cúpulas plateadas que
reflejaban los rayos del sol o pintadas de verde y rosa al mejor estilo del
Duomo de Florencia.
Antes de llegar al Estrecho de los Dardanelos pasamos por
un enorme cementerio que conmemora la heroica batalla de Galípoli, donde los
turcos repelieron la invasión aliada durante la Primera Guerra Mundial. Por si
se lo estaban preguntando, los turcos se alinearon con los alemanes en la
Primera y en la Segunda Guerra Mundial (*) ...punto para los aliados. Pero no hay
que dejar de reconocerles esta gran victoria en el estrecho que comunica el Mar
de Mármara con el Mar Negro y que es el único paso marítimo para llegar desde
Europa hasta la antigua Constantinopla y, desde ahí, hasta los países del este.
Las tropas aliadas querían llegar a Rusia para ayudar a sus ejércitos a luchar
contra los Imperios Centrales, pero el Imperio Otomano, desde las
impresionantes fortalezas a ambos lados del estrecho (que en esa zona tiene
solo 1,6 km. de ancho) impidió el paso y, aunque con casi la misma cantidad de
bajas, ganó la batalla. Al mando de una de las divisiones turcas se destacó una
figura que comenzó su leyenda de héroe nacional: Mustafa Kemal, luego conocido
como Atatürk o “padre de los turcos”.
El ferry para personas y autos (aquí se llama feribot) que cruza el estrecho nos dejó
en la costa de la ciudad de Canakkale, famosa porque en sus inmediaciones se
encuentra Troya. Poco sabía yo de Troya más que lo del caballo y retazos de la
película con Brad Pitt, que resulta que está muy bien y ajustada a la historia.
Sigo sabiendo más o menos la misma escasa cantidad de cosas: Paris robó a
Helena de Esparta, guerra entre troyanos y los aqueos, Aquiles héroe de guerra,
caballo con sorpresa, destrucción de la ciudad de Troya; a las que le agregué
la triste teoría de que tal vez la batalla (caballo incluido) haya sido solo un
invento, una licencia literaria que se tomó el señor Homero.
La verdad es que Alejo me leía los artículos de la
Wikipedia bajo un sol calcinante mientras recorríamos los caminos y pasarelas
de Troya. Si la comparación es con la antigua ciudad de Éfeso, Troya sale muy
mal parada, pero no por falta de ruinas (hay unas 9 ciudades apiladas una
encima de la otra) sino más bien por su pobre estado de conservación y
desenterramiento (“excavación” sería la palabra correcta pero “desenterramiento”
va perfecto con mi ignorancia en temas arqueológicos). También sufrió colosales
robos por parte del cuestionado arqueólogo Heinrich Schliemann, acusado del
traslado ilegal de objetos y joyas de oro a Grecia.
Pero vale la pena visitarla si uno anda por esa zona, al
menos para decir “¡Estuve en Troya!” y sacarse una foto con el fantástico
caballo de madera que hay en la entrada. Es, por otro lado, una suerte que
hayan puesto ese enorme caballo alegórico, porque sino las fotos serían una
frustración. Es lo menos auténtico, quizás lo más fotografiado y lo único que
le hace a uno hacer la conexión mental con ese lugar de leyendas.
Dejamos Troya y anduvimos un poco más por las
modernísimas autopistas que cruzan esta zona. Bajamos abruptamente la velocidad
cuando divisamos a lo lejos un auto de policía al costado de la autopista,
todos los autos hicieron lo mismo… ¡Solo para descubrir que era una
gigantografía de cartón y en muy buena calidad de un auto de policía! Una idea
excelente: barato y efectivo (porque cuando uno se da cuenta de que, en
realidad, es un cartón, ya disminuyó la velocidad).
Desde un pequeño embarcadero, a unos kilómetros de
Çanakkale, salió el ferry que cruza a la Isla de Bozcaada. A las 10 de la
mañana la cola de autos era pequeña, esperamos tan solo dos idas y vueltas del
ferry (tarda una media hora en cruzar), pero son famosas las colas de varias
horas en las temporadas altas, tanto para ir como para volver de la isla. Pero
todo ese embrollo nos esperaba recién el domingo.
No sé si alguna vez tomaron un ferry para personas y
autos pero es algo curioso. Uno entra a la panza del ferry con el auto, lo
estaciona donde le dicen (en general ponen los vehículos pesados, como
colectivos en el centro), pone el freno de manos (importante) y después puede
abandonar el auto para subir por las escaleras al primer o segundo piso. Es de
esas cosas que una vez que las hiciste ya te parecen fáciles, pero fue toda una
aventura la primera vez.
La pequeña isla de Bozcaada, llamada en griego Tenedos, tiene
solo 36 kilómetros cuadrados y 2.500 habitantes. Está mencionada en la Ilíada
de Homero y perteneció al Imperio Bizantino, luego al Veneciano y más tarde al
Otomano. Aunque originariamente su población era griega pasó a manos de los
turcos en 1923, y se convirtió en una de las pocas islas turcas del Mar Egeo.
Su único pueblo comparte el mismo nombre: Bozcaada y tiene un inconfundible
aire griego, con callecitas de adoquines repletas de mesas a cuadros,
edificaciones en blanco y azul, y balcones desbordados de flores.
El ferry atracó en el embarcadero de Bozcaada, lleno de pequeños
barquitos de pescadores y algunos de paseo. Al costado derecho se alza el
imponente castillo medieval estilo veneciano. La gente con cara de vacaciones
comenzó a esparcirse por el centro y se volvió a armar una cola de los autos
que iban saliendo del ferry por la calle principal. El pueblito se recorre muy
rápidamente, unas calles para cada lado y se termina, así que no fue difícil
encontrar nuestro adorable hotel. Una vez instalados, dimos una vuelta por el
simpático mercado de artesanías y de dulces locales mientras esperábamos a unos
amigos.
La ciudad de Bozcaada se acaba pronto, dando paso a las
áridas colinas repletas de viñedos que tiene la isla en su interior. El
producto principal de la isla es el vino de Tenedos, famoso desde hace siglos.
Si, leyeron bien y no es una exageración: siglos… no sería descabellado pensar
que en la mesa del domingo las familias troyanas se excedían con el vino de
Tenedos y después criticaban a Paris por enamorarse de Helena. Otro producto
local muy apreciado son los dulces caseros. Es el primer lugar en Turquía donde
descubro el dulce de tomate, que me hace acordar automáticamente a mi Abuela.
El atractivo de la isla, además del vino y el pintoresco
pueblito de Bozcaada, son sus playas. La mayor parte de ellas son pequeñas
calitas de arena, rodeadas de colinas rocosas o acantilados. Algunas son
“salvajes”, es decir que no tienen ningún tipo de servicios, en otras pueden alquilarse
reposeras y sombrillas, y también hay los llamados “beach clubs” que son
complejos con restaurantes, bares, sombrillas y todas esas paqueterías que
hacen que valga la pena ir a la playa.
El primer día visitamos la playa salvaje de Aquarium, donde
descubrimos que el mar, además de ser de un maravilloso azul-turquesa, estaba
helado… Con más bravura que ganas nadamos un rato en ese mar cristalino y sin
olas, después de todo se supone que el agua helada es buena para la
circulación, ¿no? El segundo día nos castigamos en el Beach Club Pelagos,
retozamos en inmensos almohadones sobre un deck de madera, pedimos tragos y
disfrutamos de la hermosa bahía. Y el tercero, alquilamos un barquito solo para
nosotros (que éramos ocho: 4 turcos, 2 españoles, 2 argentinos) con el que
recorrimos la costa este y sur de la isla, parando cerca de algunas playas para
nadar un rato y hacer snorquel. Hay
algo en mi organismo que adora el mar, aún habiendo tenido poco y nada que ver
con él. En otra vida debo haber sido marinera o pirata (bueno, quizás pirata
no, parecen estar siempre sucios), porque me encanta el balanceo del barco en
las olas y el viento salado; el mar me parece extraordinario…
El capitán nos preparó una pequeña parrilla sobre las
piedras debajo de un acantilado y fue tarea de los argentinos, cómo no, asar
presas de pollo, salchichas y köftes.
El viento y la cantidad de leña que le echó el capitán, convirtieron a la
parrilla en una gran llamarada, además estábamos parados en un borde irregular
de acantilado, con el sol del mediodía y, como únicas herramientas, un cuchillo
y un tenedor. Alguien capaz de asar en estas condiciones… ¡merece ser familiar
mío!
Por las noches, cenábamos en alguno de los encantadores
restaurantes de la isla en los que, gracias a las chicas turcas, teníamos una reserva
para cada noche. Las mesas de manteles a cuadros llenaban las callecitas, por
encima de ellas, parras de uvas y decenas de farolitos encendidos que se
balanceaban con la brisa del atardecer. Nos acompañaban el bullicio de aquellos
lugares a donde va todo el mundo y la felicidad de las cenas en vacaciones,
después de un largo día de sol y de mar.
El menú era simple: los mezzes
(entradas frías y calientes turcas) para elegir de entrada, como ensalada de
berenjenas, nueces y pasas, humus, yogurt con espinaca y zapallitos, tomates
locales con aceite de oliva; y luego pescado a elección asado o frito
(salmonetes, róbalo, lenguado), siempre con guarnición de rúcula y rodajas de
limón. Cuando digo “elegir” me refiero a que alguien de nosotros iba hasta la
cocina y elegía efectivamente mezzes y pescados (de poco hubiera servido que
fuera yo, que soy incapaz de reconocer una merluza antes de ser filete, así que
me abstuve). Es muy típico en Bozcaada también el pulpo, que se prepara a las
brasas y con tomates asados.
La última cosa que nos quedaba por hacer es ir a ver la
puesta de sol. Aprovechamos el paseo (siempre falta más de lo que uno piensa
para que efectivamente se ponga el sol) para recorrer la isla por la ruta
costera. Fuera de los viñedos y las playas que se abren paso entre las rocas,
se ven solo algunas casas elegantes y poco más, toda la población se concentra
en la ciudad de Bozcaada, en el extremo oeste de la isla.
Seguimos los carteles que indicaban la central eólica junto
a muchos otros autos que iban evidentemente para el mismo lugar, y cuando se
terminó la ruta tradicional, todo el mundo se desvió por un camino de tierra.
Los seguimos para llegar a un estacionamiento improvisado al aire libre que se
empezaba a llenar. La gente se iba sentando al borde del inmenso acantilado, la
mayoría traía su botella de vino, vasos de plástico y tuppers con quesitos. ¡Una paquetería! Nosotros que, ni sabíamos de
la tradición local ni solemos tomar vino, simplemente nos sentamos a ver el
mar, la hilera de molinos de viento y el gigantesco sol naranja que, ahora si,
empezaba a ponerse. Un grupo de turcos, que querían nuestro lugar, nos
indicaron que nos paráramos por un momento, extendieron una lona y luego nos
invitaron una copa de vino y a sentarnos con ellos, cosa que declinamos
amablemente. Después, se despidieron de nosotros con un “Iyi aksamlar, yabanci”
(Buenas tardes, extranjero) y nos dimos cuenta que, probablemente, fuéramos los
únicos argentinos en decenas de kilómetros a la redonda.
Aún nos faltaba otra noche en Bozcaada, un desayuno típico
con dulces caseros y el camino de vuelta, pero ya empezábamos a despedirnos de
esta bellísima isla.
Al otro día sí que nos tocó esperar en la larga cola de
autos para subir al feribot, que se había formado a lo largo de la calle
principal. Mientras Ale tomaba Fanta y jugaba al Candy Crush en el auto, yo
paseaba por el mercado de artesanías comprando imanes con peces para la
heladera de mi casa. Una hora después, cruzamos en el ferry y nos preparamos
para una lenta vuelta a casa (era fin de semana largo). Las colas para cruzar
al lado europeo, en los embarcaderos de las ciudades que pasábamos, sumaban
varios kilómetros de largo. Veíamos la larga cola de autos y seguíamos hasta la
ciudad siguiente. En el último intento en Bandirma (ya habíamos decidido ir por
el lado asiático, por el que se tarda unas 8 horas), Ale preguntó en la cabina
de seguridad y, aunque los pasajes estaban todos vendidos, nos dijeron que
esperáramos… y esperamos. Unos minutos después, estacionábamos el auto en la
enorme panza del feribot y cerraban las
puertas para zarpar.
¡A veces uno tiene suerte! Y hay que aprovecharla, así que nos
acomodamos en el inmenso y lujoso ferry (parecido a nuestros Buquebus), cenamos
y un rato después desembarcábamos en Yenikapi, en el corazón de Estambul y a
solo unos minutos de casita.
(*) Parecería ser que, oficialmente, Turquía no participó de la Segunda Guerra Mundial.
"Herrar es umano". Mis disculpas, queridos lectores.
(*) Parecería ser que, oficialmente, Turquía no participó de la Segunda Guerra Mundial.
"Herrar es umano". Mis disculpas, queridos lectores.