11 de diciembre de 2013

Los Ciudadanos del Mundo (Adriana T.)


Por Cintia Ana Morrow para Argentinos.es


Hay gente en este mundo que tiene las ideas claras…y después está Adriana Tilve, una argentina que siempre supo para dónde quería ir y no permitió que nada la detuviera. En el camino descubrió mucho más de lo que esperaba y construyó sueños nuevos.

Adriana llega a los lugares con resolución y con un cochecito desde donde su hijo pequeño ve pasar el mundo. No hay excusas que valgan para esta abogada, mamá y esposa cuando se trata de salir a recorrer la ciudad de Estambul. A su paso deja muy buenas ondas: optimismo, valentía, humor y sobre todo, ilusión por su futuro. Es una de esas personas que lo inspiran a uno a ponerse en movimiento…

Le robamos unos minutos mientras afuera nevaba y compartió con nosotros su historia, sus momentos de debilidad y sus anhelos. Nos contó cómo fueron encajando las piezas de su vida para convertirla en la persona que es hoy. Después de leerla, díganme si no les dan ganas de salir al mundo…

¿Dónde naciste, Adriana?
Soy de Buenos Aires, Argentina. Nací y me crié en Capital Federal.

¿Y cómo empezó todo para vos?
Desde muy chica tuve claro que quería estudiar abogacía y que, en la medida de lo posible, querría hacer un Master en Derecho Internacional en el exterior. Así fue como durante los últimos años de facultad empecé a aplicar a cuanta beca se me cruzaba por el camino, hasta que en Septiembre 2001 me comunicaron la aceptación de mi solicitud en la Universidad de Bologna, Italia. El 21 de octubre estaba arriba del avión y ese fue el comienzo.

Después de tu experiencia italiana, ¿a dónde fuiste?
Cuando termine el Master en Bologna debía hacer una pasantía. Yo había aplicado en la International Bar Association (que no es la Asociación Internacional de "Bares" sino de "Abogados") con sede en Londres, Reino Unido, y me tomaron. ¡Así que Londres fue mi casa por 1 año, hasta el 2003!

¿Qué dejaste atrás, además de la familia?
A mis amigas del alma y mi trabajo (hacia 2 años que ejercía en un Estudio Jurídico de Buenos Aires). ¡Los proyectos se estaban realizando así que subieron conmigo al avión!

Me imagino que habrás tenido muchas sorpresas tu expatriación…
Mmm... Muchas, seguramente, pero no soy buena para recordarlas... Tal vez, podría decir que -además de realizar un sueño desde el punto de vista profesional- no esperaba encontrarme en Italia al príncipe azul que siempre busqué. Tampoco formar una familia más que ideal con él ni seguir viviendo aventuras por el mundo a su lado. Hoy nos encontramos viviendo en Estambul debido a su trabajo...

¿En qué lugar te sentiste más cómoda?
Antes de vivir en Estambul, habría contestado Londres pero Estambul, el Bósforo, lo exótico de vivir con un pie en 2 continentes distintos ¡lo superan!
Excepto cuestiones burocráticas de visas y algún que otro problemilla económico al inicio (cuando se me estaban acabando los fondos traídos desde Argentina y aun no había conseguido un trabajo en Italia para pagarme los gastos de la vivienda), no hay nada que me haya costado particularmente tanto.

Se te ve muy feliz en estos países exóticos, ¿qué es lo que más te gusta?
De estar afuera me gusta todo: el sentirme turista en una ciudad en la que vivo, el desafío de volver a empezar en otro lado, incorporar nuevos idiomas, costumbres, vivencias En fin, ¡creo que es un privilegio para todos los curiosos!

La aventura de vivir en el extranjero suele cambiar un poco a las personas. ¿En qué sentís que te cambió a vos, Adriana?
¡Seguramente muchísimo en la alimentación! En Buenos Aires, donde ya vivía sola hacia un par de años, vivía a base de yogurt con cereales y latitas de verduras... Ahora no digo que como de todo, pero en Italia descubrí millones de alimentos que en Argentina ni se me hubiera ocurrido probar: zapallitos, calabazas, brócolis, apios... ¿Cómo resistirse a unas "fiori di zucca in pastella", a un "risotto", a unos “ravioles di zucca con amarettis” o a unas "orecchiette con cime di rapa"? Se me hace agua la boca y si me leyera mi mamá ¡no podria creerlo!

No tengo idea qué son esas cosas que acabás de nombrar, pero suenan deliciosas… Pasando a aspectos más nostálgicos: ¿Cómo llevás el hecho de estar lejos?
¡Pues no hay lugar para quejas cuando tanto hice y perseguí el sueño de vivir afuera! Seguramente sin la tecnología todo seria mas difícil... Recuerdo que al principio, no teniendo computadora personal, pasaba horas en la biblioteca pública de Bologna para comunicarme vía e-mail con Argentina. En cuanto a la melancolía, por suerte no la sufro... Sí, he tenido momentos duros (particularmente dos) en los que pensé en volverme (puntualmente: cuando me tuvieron que hacer una pequeña intervención en un ojo en Bologna y cuando, a la vuelta de Londres, después de tanta inversión en los estudios, me encontraba trabajando como secretaria, en un banco de Milán) pero al final "Dios aprieta pero no ahorca" y en ambos casos apareció esa mano que me hizo cambiar de idea...
 
Mudarse a otro país es una idea, para muchos, impensada. ¿Se lo recomendarías a nuestros lectores?
¡Siempre! Pienso que no hay experiencia mas formativa a nivel humano que vivir en el exterior haciendo lo que sea: estudiando, trabajando, haciendo voluntariado... A corto o plazo o para siempre, eso se decide sobre la marcha, si es que el destino no se impone. Pero sin dudas ¡recomiendo hacer la prueba! Claro está que es una aventura para el que tenga pasta de aventurero... “¡¿para que mandar al casero de turno al matadero?!” Personalmente, espero poder trasmitirles algo de la hormiguita viajera que hay en mi a mis dos pequeños para que el día de mañana se puedan mover libremente por el mundo.

¿Se te ocurre algún consejo para aquellos que están considerando la posibilidad de salir al extranjero?
Bueno, yo siempre digo que irse al extranjero, por lindo que suene, no es soplar y hacer botellas pero cuando uno lo hace convencido, todos los esfuerzos son recompensados ¡y con creces! Y para las familias, a mí a veces me preguntan si mis padres no me extrañan...la respuesta es obvia (yo también extrañaría a mis hijos si el día de mañana vivieran en otro país). Pero ellos fueron artífices y testigos de todo lo que hice para lograr mi objetivo así que, viendo los logros, no les restaba mas que compartir mi felicidad... 


En pocas palabras:

Viajás con el pasaporte… ahora con el italiano para unificar ya que marido y niños también viajan con ese.
¿Amás u odiás los aeropuertos? Los amo, adoro conocer nuevos y pasear por adentro (¡y por los Duty Free!)
¿Pasta o pollo? jaja ¡Pollo!
La comida argentina que más extrañás… ¡alfajores y palitos de la selva!
Un lugar de vacaciones… cualquiera, ¡basta que no sea repetido!
¿Qué elemento viaja con vos siempre? Mmm...solo las cosas personales y algún libro (no soy una chica tecnológica así que -además del celular- no me llevo nada más)
¿Y qué te olvidás? Nada que no pueda comprar... ¡en el Duty Free del aeropuerto!
Cuando tenés tiempo lo dedicás a… ¡leer!
¿Qué pedís que te lleven los que van a visitarte? ¡Alfajores y palitos de la selva!
Un sueño cumplido… (¡ver arriba!)
Y uno por cumplir… Mmm... ¡Seguir descubriendo metas en familia!


6 de diciembre de 2013

Phuket no apto para cardíacos

Phuket es un paraíso creado a medida, pero va un paso más allá que el Caribe en cuanto al entretenimiento. De entrada, les podría decir que es el paraíso masculino: los tragos son baratos, las prostitutas amables y la oferta cultural nula; pero entonces me criticarían por ser injusta (con acotaciones como “A mi novio le encantan los museos”) y también por discriminar a la comunidad homosexual que seguramente no se ajuste a estos simpáticos estereotipos masculinos. Aún así, nada de lo que dije es mentira: la cantidad y diversidad de prostitutas (y de “lady boys”, su versión travesti) es insólita, los tragos son baratos (al menos para los estándares europeos) y se sirven en bares donde las chicas bailan en los caños; y la oferta cultural se limita a algún que otro show de fantasía, donde los animales hacen piruetas en un escenario (se ve que la protección animal solo llegó hasta las ratas bangkokenses, los elefantes phuketianos se quedaron afuera).

Para el público femenino quedan las excursiones a lugares donde alguna vez se filmaron películas como “James Bond” y “La Playa”, con Leonardo Di Caprio (no seamos anti-estereotípicas tampoco, debemos admitir que el solo hecho de nombrar estas cosas nos atrae como moscas). También se pueden visitar otras islas, como a la de los Monos (que distan mucho de ser tiernos, pero se ven lindos en las fotos) y hacer snorquel, una actividad familiar, desligada a cualquier inclinación sexual y respetuosa con la naturaleza.


Volábamos en avión rumbo a Phuket y por la ventanilla (después del ala, por supuesto) se aparecieron decenas de islitas que sobresalían en medio del mar. Todo se veía azul y paradisíaco. Ya en el hotel nos recibieron dos mujeres con el saludo tradicional tai. Nos dieron te y toallas húmedas para refrescarnos, y una de ellas fue a dar un “gong” de bienvenida, al estilo de las películas. Casi la atajamos cuando vimos lo que se proponía (hubiera creído que el gong era para huéspedes más ilustres), pero después pensé “nosotros somos huéspedes ilustres” y “goooooong!”, molestamos a todo el hotel con nuestra llegada.

Aunque en la recepción nos dieron todo tipo de indicaciones y de horarios (yo nunca logro prestar atención al horario ni al lugar donde se sirve el desayuno), lo único que grabó en su memoria mi marido fue que de 5 a 6 de la tarde servían frutas gratis. ¿Para qué?, me pregunto yo. Si tengo que hacer un escándalo para que se coma una mandarina… Allá fue él a conseguirse un plato de frutas tailandesas y me lo trajo con tal entusiasmo que no pude rechazarlo. Por supuesto que al segundo mordisco mi marido se aburrió y se puso a explorar la playa, y me dejó a mí con las poco apetecibles frutas tailandesas, una de las cuales me desconcertó tanto (parecía una cabeza de ajo) que empecé por la cáscara. Alejo, haciéndose el nativo conocedor, me reeducó sobre las partes comestibles.

El hotel, en la bahía de Andaman, se abría lugar a duras penas entre la espesa vegetación tropical que bajaba hasta la playa. Parecía como si en cualquier momento se fuera a tragar una de las habitaciones. Eso es parte del encanto de Tailandia, todavía tiene bahías y rincones que parecen “vírgenes”.



 Creo que realmente me sentí en Phuket cuando por fin llegué a la playa del hotel. Pisé la arena, que se me escurrió entre los dedos de los pies, y me olvidé por un momento de los riachuelos con ratas y cucarachas en Bangkok. Al fin la playa, una reposera, la puesta de sol maravillosa y palmeras apuntando en la dirección correcta. Aunque entre mis pies de nuevo corrían animalitos…esta vez unos cangrejos blancos muy difíciles de ver, pero que huían a cada paso que dábamos. Es otra de las cosas que tienen las playas casi vírgenes además de flora: fauna. Del mar pudimos disfrutar poco, ya que estaba especialmente bravo (revolcón por el lecho marino-bravo). Pero al final del día nos sentamos a tomar el té en nuestro increíble balcón con vista al mar. ¿Qué más se puede pedir?

Según Alejo, una moto. Así que alquilamos una moto. ¿Por qué no? Si nos encanta hacer el tonto en países extranjeros… Con cascos y todo, aunque el mío era mucho más cool porque era negro. Primero hubo que llenarle el tanque y cuando ya llevábamos unos cuantos kilómetros sin ver estaciones de servicio occidentales, nos convencimos de que el sistema local aprovisionamiento de nafta eran esos surtidores que veíamos en los patios de las casas, con un cartelito que decía “Gasoline”, escrito en aerosol. Una señora nos bombeó 200 bahts de nafta mientras yo sacaba una foto, los vecinos rieron un rato de nosotros y seguimos camino.

Bordeamos la isla por la carretera que va junto a la costa. La primera parada fue Surin Beach, una playa gigante con reposeras y sombrillas para alquilar, y el mar tranquilo como una laguna. La mayoría de las playas en Phuket son así, digamos públicas. Hay muy pocos hoteles que tengan su bajada a la playa, o inclusive su playa privada. Es el viejo sistema veraniego estilo argentino: caminás unas calles y estás en la playa, accesorios aparte. Por ponerles un ejemplo, el Novotel que está en plena construcción tiene un cartel de propaganda que dice “Build a hotel at the beach, they said” (“Construye un hotel en la playa, dijeron”) y aún así, ¡no está en la playa! Como para que no haya sorpresas…

Con la panza llena de bananas fritas, seguimos camino hasta la famosa Patong Beach, el lugar donde está todo en Phuket. Y con “todo” me refiero a los inofensivos entretenimientos locales como restaurantes tai, hoteles, agencias de viajes donde contratar excursiones y cientos de salas de masajes; y también, por supuesto a los otros: prostitutas, “lady boys”, bares donde ver bailes del caño (o “pole dance”) por el precio de una consumición y shows eróticos de todo tipo (incluyendo uno muy perturbador donde las chicas expulsan pelotitas de ping-pong por lugares donde no debería haber pelotitas de ping-pong).

La peatonal de Patong Beach de noche se convierte en una gran góndola de productos sexuales… casi todos para el público masculino (y las consabidas lesbianas y/o demás colectivos sociales que pueda estar dejando de lado con mis categorías simplistas de “femenino” y “masculino”). Pero eso no quiere decir que solo haya hombres, para nada, hay gente como si paseáramos por la peatonal de Mar del Plata. Esa es otra parte del atractivo local: lograr que todos vayamos a sentirnos incómodos a la misma peatonal. La gente se distribuye entre los bares, los shows o simplemente pasea por ahí, deteniéndose para mirar los “lady boys” alucinantemente vestidos de cabaret o para quitarse de encima al lémur que te enchufan constantemente para que te saques una foto. Con amabilidad rechacé unas quince mil veces el show de ping-pong (prefería volver al campo de concentración en Dachau) y al pobre lémur. Pero tuve que ceder con lo del bar (a riesgo de que Ale decidiera volver por su cuenta hasta Patong Beach).

A pocos centímetros de mi trago tenía un zapato de taco y plataforma. La dueña, una rubia vestida de guardia-cárceles sexy (después de todo estábamos en la barra del bar llamado Pussy’s Penitentiary), se movía lánguidamente agarrada al caño que bajaba desde el techo. Dejando de lado lo insólito de la situación, yo me preguntaba sinceramente si no patean los tragos de los clientes de vez en cuando… A nadie más parecía preocuparle esta cuestión. Todo el mundo tenía los ojos puestos en otra barra, más allá, donde una habilidosa tailandesa subía y bajaba por el caño con unos malabares dignos de un circo. Definitivamente poco sexys para mi gusto, pero asombrosos (esa mezcla entre sexy y desagradable que logran allí con tanta facilidad).

Se nos hizo más tarde de lo que queríamos y emprendimos el largo regreso al hotel (a unos 20 kilómetros de Patong Beach) en nuestra motito justo cuando empezaba a llover. Por suerte, teníamos nuestras capas plásticas del diluvio anterior, así que le agregamos a la vuelta en moto, de por sí bastante ridícula por la ruta, de noche y bajo la lluvia, unas túnicas de colores que flameaban con la velocidad. Por supuesto que nos perdimos. El GPS del teléfono de Ale solo nos confirmaba que estábamos en algún lado de Phuket, lo cual era bastante tranquilizador, pero no ayudaba mucho. Así que, mapa en mano, nos detuvimos a pedir direcciones al primero que vimos: un amable “lady boy” entrado en años que, cuando le dijimos a dónde queríamos ir, gritó “uuoooiiii! Very far!” (muy lejos) y nos indicó el camino. Ale desconfió y agarró para otro lado, y nos volvimos a perder, pero eventualmente llegamos.

Al otro día, más de lo mismo: vuelta a Patong Beach en moto para tomar la excursión a Phi Phi Islands. Ya llovía cuando salimos del hotel así que una hora después, cuando entramos en el pueblito de Patong, estaba todo inundado. Era difícil distinguir el río en el que se había convertido la peatonal, del mar. Cuando el nivel del agua empezó a subir peligrosamente y había que frenar sumergiendo las patas en el río amarronado, Alejo decidió (en una arriesgada maniobra del tercer mundo) subirse a la vereda y continuar por ahí, siguiendo a un local que se había decidido por la misma maniobra.

Cientos de combis llenas de blanquitos extranjeros como nosotros, formaban un atasco que se trasladó hasta los embarcaderos desde donde salían las excursiones. Luego de un discurso sobre la necesidad de comprar las patas de rana debido a los erizos asesinos que poblaban el lecho marino en los alrededores (no las compramos, no teníamos ni un baht) y también de comprar maníes para los monos y pan para que los peces vinieran a nosotros mientras hacíamos snorquel (no lo compramos, decidimos ver los peces desde lejos o bien, acercarnos a algún turista poco despabilado que hubiera comprado pan); salimos en una lancha rápida que daba saltos entre las olas rumbo a Maya Beach.

Maya Beach es donde se filmó la película “La Playa”, con Leonardo Di Caprio, que trata de cómo dos amigos huyen de la vida consumista, capitalista y muchos “istas” más y se instalan en una isla desierta donde cultivan sus propios alimentos y, más importante, marihuana. Todo termina muy mal y la idílica sociedad salvaje se va a la miércoles. En nuestra excursión, caímos en la secuela de la película (“La Playa II”, vendría a ser) donde una aglomeración de turistas desembarca Maya Beach e intenta tomar la foto imposible: la de la playa desierta. Miles de personas van y vienen por esta playita paradisíaca y cada tanto las olas se llevan a algunos, que van a dar contra la infranqueable hilera de lanchas paradas en la orilla.



El color del agua en ese rincón del mundo es absolutamente increíble, turquesa. Y en medio de este océano turquesa, se alzan formaciones enormes: las islas, con sus gigantescas paredes cubiertas de vegetación. La combinación crea un emplazamiento de ensueño, de películas de náufragos y sociedades idílicas. Esto sí que era mi idea de Tailandia.

La siguiente parada fue Monkey Island. Los monos violentos se hallaban en una pequeñísima playa al final de un acantilado. Se subían y bajaban de los árboles observándonos y sobre todo, mirando si teníamos comida. Los entusiastas que habían llevado bolsas con maníes pronto descubrieron que los monos no iban a quedarse esperando que los alimentaran de a dos o tres maníes por vez y, mientras le sacaban la foto con un simpático monito que pelaba un maní, los otros se dedicaron a robarle las bolsas. Así son los monos: rápidos y prácticos (hasta ponen un monito de señuelo). También se robaron un agua mineral, parece que estaban atorados de tanto maní, y huyeron por los árboles. No sin antes aterrorizar a los adultos con unos alaridos llenos de colmillos. Los niños ya estaban escondidos en la comodidad del barco luego de que la guía exclamara "They don't like children!" (no les gustan los chicos) y un mono gritara para confirmarlo. Las fotos, de cualquier manera, salieron maravillosas. Divinos, los monitos.

La siguiente parada fue una isla cuyo nombre ya no recuerdo pero se parecía mucho a la de Jurasic Park, con una enorme explanada de pasto verde y la selva alrededor. Casi podía imaginarme a los brontosaurios caminando con lentitud por ahí.


El snorquel fue increíble (aún sin patas de rana que nos protegieran de los erizos asesinos que estaban confortablemente ubicados a unos 10 metros de profundidad). Los peces de colores nadaban alrededor nuestro y cuanto más quietos nos quedábamos, más se acercaban a vernos y hasta nos tocaban. Y enormes ostras de color violeta se cerraban violentamente cuando les pasábamos cerca. Una escena oceánica en alta definición y en vivo.

Cuando una nube enorme que anunciaba la tormenta se empezó a acercar por el horizonte, fue hora de volver, ya habíamos explorado unas cuantas islas en nuestra aventura de naufragio multitudinario. Aunque la cantidad del gente al ras del suelo provoque confusión, lo salvaje de estas islas sigue estando ahí: basta mirar hacia el interior de la selva, con sus sonidos misteriosos y sus oscuridades, o imaginarse en la punta de esos acantilados de piedra donde no debe haber ni un signo de civilización, para que un escalofrío te corra por la espalda.


Nuestra cena de despedida fue lejos del bullicio y los zapatos con plataforma de Patong Beach, la tuvimos en el restaurante de la playa, comiendo delicias locales exageradamente caras y disfrutando del reflejo de la luna en el mar. Hay cosas que el dinero sí puede comprar y para eso está. Después de tantas aventuras insólitas y viajes en moto bajo la lluvia, nos merecíamos una cena romántica y a unos pasos de nuestra habitación.

Cairo, aeropuerto, 14:05 21/10

Todo indicaba que íbamos a salir tarde mientras esperábamos en el aeropuerto del Cairo junto a media población africana y media árabe. La vuelta a casa se iba a hacer aún más larga… ¿Aunque cómo puede ser más larga una vuelta que incluye un taxi al aeropuerto de Phuket, un avión a Bangkok, colectivo al otro aeropuerto de Bangkok, avión a Cairo (escala de siete horas y excursión incluida), avión a Estambul y un taxi a casita (que, por supuesto, está de nuevo del lado asiático)? Asia, África, Europa y Asia nuevamente: tres continentes en 30 horas. De pronto el mundo no parece tan grande, todo está a unos aviones de distancia…


19 de noviembre de 2013

Bienvenidos a la caótica Bangkok

Tailandia huele a cosas desconocidas, algo así como una mezcla de comida, especias y desechos. Y la ciudad de Bangkok no es ni de cerca tan moderna como me la imaginaba. Tal vez cuando yo decía “Bangkok”, mi cerebro pasaba imágenes de Hong Kong (ciudad que tampoco conozco, pero parece que la he asociado a la modernidad asiática). La verdad es que Bangkok me pareció un poco fea y oscura, muy caótica, olorosa y dispersa. Mis adjetivos no son muy alentadores, pero a medida que pasaban los días fue mejorando… o tal vez solo me dejé llevar por el caos. “Es vibrante” me repetía Alejo, una palabra casi publicitaria que no expresaba nada. Quizás mi marido quería decir “llena de vida”, y en eso no se equivocaba: todos encuentran su lugar en Bangkok, nada ni nadie se queda afuera.

(Bangkok, Ramada Hotel, 6 pm.)

Los colores de los taxis me encantaron: verdes y amarillos, naranjas, fuxias, muy llamativos. Me fui de Tailandia sin terminar de entender la diferencia entre ellos. Tomamos uno verde en el aeropuerto, después de hacer una larguísima cola para que nos sellaran el pasaporte y, antes de esa, una cola más corta pero muy lenta donde juré que no tenía fiebre amarilla ni malaria ante un mostrador, junto a residentes de los países africanos más pobres del planeta. Un recordatorio de en qué categoría estamos según la Organización Mundial de la Salud. A Ale, con su elegante pasaporte europeo, no lo cuestionaron, para variar. Parece que el hecho de haber sacado el pasaporte italiano gracias a algún lejano familiar que no tiene demasiado claro, hizo a mi marido automáticamente inmune a la fiebre amarilla. ¡Las cosas que obra la documentación correcta en nuestra salud!

El taxi nos llevó por una moderna autopista de muchos carriles hasta llegar a Bangkok. Bueno, realmente todavía no sabíamos bien dónde estábamos. Ni el punto que éramos en el GPS de Ale se ponía de acuerdo respecto a nuestra ubicación. Cuando el taxi tomó la famosa Avenida Sukhumvit, hogar de los hoteles más lujosos de la ciudad y el barrio más recomendado para alojarse, me dio la leve sensación de que mi criterio de “belleza” tradicional, no iba a aplicarse por estos lados. Con la propaganda que me había hecho Alejo (y las decenas de blogs que leyó al respecto), yo me había imaginado otro tipo de barrio o, mejor dicho, un barrio de otro color. El rasgo sobresaliente de la calle era sin duda, el gigantesco viaducto de hormigón que la cubría como un techo, por allí corría el BTS, una especie de tranvía muy moderno y cómodo, pero no del todo útil ya que no va al centro histórico.


La calle en sí, aunque grisácea, parecía sociable y vivaracha. Me intimidaban un poco los puestitos de comida en la calle, de brochetas de hígado de pollo o albóndigas de cerdo. La humareda que llenaba el ambiente y ese olor tan distinto a todo lo que había olido antes, no combinaban con la refinada entrada al hotel Sheraton, a escasos 2 metros. Un barrio de contrastes: con montones de restaurantes con mesitas en la calle, enormes centros comerciales (Bangkok es famosa por sus shoppings) y muchas casas de masajes, cuyas fotos eróticas de las masajistas como publicidad, me hicieron pensar que tal vez sean algo más. Seguramente volveré sobre el tema.

Ale me llevó a caminar por la Avenida Sukhumvit en busca de la plaza Siam, pero resultó que ni quedaba cerca, ni el camino era demasiado atractivo. Cuando íbamos por la séptima u octava calle oscura, de dudosa seguridad y despoblada (excepto por hombres solos en busca de vaya uno a saber y por alguna que otra parrillita con hígados de pollo), tuve suficiente y me negué a seguir caminando, por más vibrante que le parecieran a mi marido las calles que habíamos dejado atrás (con puestitos de porquerías que se cerraban tanto que formaban un túnel, por donde caminábamos de a uno). Si había un Bangkok lindo, habría que descubrirlo. Ese, desde luego, no lo parecía.

Esa noche, cenamos en un restaurante aceptable nuestra primera comida tailandesa, y caminamos las dos cuadras aterradoras que separaban a nuestro hotel de la calle Sukhumvit. Mientras miraba por la ventana de nuestra habitación la elegante vista de los rascacielos de noche (que poco tenía que ver con la ciudad al ras del suelo), traté de ponerle un adjetivo a Bangkok, “caótica” le iba bien y por más vueltas que le doy sigo pensando que es la palabra más adecuada para describirla. Por el lado positivo, como mi primera impresión de Bangkok fue tan descorazonadora, todo lo lindo que surgió después fue una agradable sorpresa. La ciudad fue sumando puntos a lo largo de mi estadía.

(Inciso aparte)

Yo creía que Myanmar no existía. Eso es lo que pasa cuando le andan cambiando los nombres a los países, que se me mezclan con los vecinos. Pensé “¿Birmania? Ya no es más. ¿Myanmar? No suena a nombre de país de la actualidad.” Así que asumí que ese territorio era hoy Laos o Camboya (dos intercambiables, por cierto).

Así que imaginen mi sorpresa cuando, al llegar a Bangkok, me encontré con cientos de propagandas de Myanmar. ¡Hasta había vuelos! Y ya me pareció demasiado que lo llevaran a uno en avión hasta un país inventado. Le dirían "Bienvenido a Myanmar" cuando en realidad aterrizó en la zona desconocida de Laos. Porque en realidad uno nunca sabe verdaderamente a dónde llega por primera vez. Solo confía en los mapas por donde vuela el dibujito de un avión y luego en el cartel de bienvenida del aeropuerto.

Pero esta vez me tuve que rendir ante la evidencia. No creo que se pueda inventar un país así nomás, con vuelos y todo. Parece (no lo confirmo 100%) que existe Myanmar y es un país que linda con Tailandia, Laos, China y alguna parte de la India. Su atractivo turístico, por lo poco que pude apreciar en las propagandas, es una campana dorada gigante. Suena a estafa, así que si alguien va a Myanmar, por favor, me confirma su veracidad. Como diría una amiga “les dejo la inquietud”.


El nuevo día en Bangkok me llenó de esperanzas y de desayuno continental (lo cual siempre predispone bien los ánimos) y partimos, una vez más, a la aventura. Caminando por las calles de esta ciudad a uno le parece que no va a ninguna parte, el problema es que la gente no camina mucho, va de un lado al otro en transportes. Y hay muchos: a parte del BTS están los coloridos taxis, las motos y los tuk-tuk (parecidos a los moto-taxis peruanos, son triciclos motorizados con un carro donde se sientan los pasajeros). El tránsito es, como se imaginarán, complicado y los tailandeses no suelen limitarse por las normas de tránsito. Pero los atractivos turísticos en Bangkok están esparcidos por todos lados, así que no se puede ir caminando a ninguna parte. Además, los transportes son muy baratos (el taxi desde el aeropuerto, a media hora de nuestro barrio, nos costó solo dos euros).

Un amable extraño (sería el primero de muchos) nos detuvo en una esquina, agarró nuestro mapa y se dedicó a darnos todo tipo de indicaciones (mientras nos contaba de su vida), luego paró un tuk-tuk, arregló precio y recorrido con el chofer y nos embarcó en su circuito de templos de la ciudad. No habíamos terminado de recuperarnos del shock inicial de que un completo extraño, desinteresadamente, nos hubiera ayudado con tanto empeño, que ya estábamos recorriendo las calles de Bangkok a toda velocidad. Lo que siguió fueron una sucesión de templos budistas que visitamos mientras el tuk-tuk nos esperaba afuera. “I wait” (yo espero) nos decía en cada lugar.

Era nuestra primera vez en un templo budista, así que no sabíamos ni por dónde se entraba, ni qué se podía pisar, ni cuál era la parte “importante” de estas iglesias. Cuando llegamos al Buda Afortunado, nuestra primera parada, pisoteamos todo el templo antes de que otro amable extraño se pusiera a hablarnos de nuevo. Es muy incómoda (sobre todo para nuestras mentes desconfiadas) la manera en la que se te acercan los tailandeses para ayudarte. Nos preguntaban cosas como en qué trabajábamos o en qué hotel nos quedábamos, algo que resulta muy chocante. Pero luego nos contaban cosas sobre ellos, su familia, su sueldo, tantas “intimidades” que parecía casi de mala educación no contestarles sobre las nuestras. Terminábamos recibiendo tanto recomendaciones turísticas como personales, nos decían que tengamos hijos o que invirtamos en zafiros tailandeses.

Si algo tengo que destacar de Tailandia es que los tailandeses resultaron ser gente tremendamente amable. Los de la calle, es decir, aquellos no relacionados al turismo, especialmente. Las sonrisas y esa forma suya de dar las gracias juntando las manos frente a la cara y bajando la cabeza (un poco parecida a nuestra forma de rezar o de pedir “por favor”) son gestos que están por todos lados. Tanto que uno también termina sonriendo para todo. Hasta cuando alguno te intenta poner encima un lagarto gigante para la foto. “Gracias, gracias” y muchas sonrisas. Pocos “no” y muy pocas caras de enojo. La gente dedicada al turismo sí que tiene una tendencia a aprovecharse de uno. Ya sea por los precios o por el hecho de que nadie entiende mucho de lo que sucede alrededor. Las cosas, de cualquier modo, suelen ser baratísimas, razón por la cual no siempre se junta la voluntad de pelear los precios, pero es la actitud engañosa lo que a veces molesta un poco. Y, sobre todo, el hecho de que uno carece absolutamente de criterio con el que comparar los precios de las cosas, con lo cual, es imposible saber cuál sería el precio “correcto” (por decirlo de algún modo). Prueba de ello fue cuando en el mercado flotante, Ale vio un pequeño Buda verde que pasó de costar 2.500 bahts (75 euros) a 200 bahts (5 euros) en el extremadamente corto tiempo en que mi marido dio tres pasos.

Después de ver el Buda Afortunado, que era negro y es al que hay que visitar cuando se emprenden nuevos negocios; fuimos al Buda Sentado, de un dorado furioso y cuyo templo está decorado tanto con cosas valiosas como con baratijas. Los templos budistas en cierto sentido, se parecen a las mezquitas, tienen todo el piso alfombrado y casi no hay muebles. La parte “importante” del templo es el altar con el buda, que puede ser de diferentes colores (hay budas negros, dorados y hasta uno verde en el Gran Palacio) y suele estar en tantas posiciones como se imaginen (el buda sentado, el buda parado, el recostado, etc.). El altar está generalmente decorado en exceso, con tantas cosas que no se terminan de distinguir, una combinación psicótica de cofres de oro, flores de plástico, urnas con dinero, adornos de colores… un caos visual.

El budismo es una religión no teísta, es decir, que no tienen un dios como las otras. Se creo a partir de las enseñanzas inspiradas en la vida de Buda Gautama, durante el siglo V a.C. en la India y luego se esparció por el mundo. Las sociedades predominantemente budistas, como la tailandesa, se diferencian de las demás… Tienen una mezcla entre calma, bondad e inocencia que es bastante difícil encontrar en el mundo occidental de hoy. Quizás sea por las llamadas “nobles verdades” en las que creen los budistas: la vida incluye sufrimiento, el origen del sufrimiento es el anhelo, el sufrimiento puede extinguirse si se extingue su causa y el “noble camino” para extinguir el sufrimiento es evitar los extremos, ni la satisfacción desmedida, ni la mortificación innecesaria. Suena lógico, al menos.


La joya turística de Bangkok (para quien no va de compras o detrás de la prostitución) es el Gran Palacio, en pleno centro histórico. Y allí nos dejó a continuación nuestro tuk-tuk, e hizo un ademán con el brazo como para señalarnos el palacio, que tampoco era tan difícil de distinguir. Fue la primera vez que nos encontramos con verdadero turismo, marañas de turistas con sus cámaras listas y las mismas caras de desorientación que nosotros. Tras pasar las enormes murallas rodean el recinto del palacio, nos indicaron (muy amablemente, como siempre) que teníamos que recubrir nuestro impúdico vestuario con  ropajes provistos por ellos. A mí me tocó una pollera larga hasta los pies y una camisa unisex (después me di cuenta que, aunque había muchos talles, yo la había elegido especialmente gigante); y las bermudas sensuales de mi marido fueron cubiertas por un pantalón. Más allá de lo que pueda afectarme la norma de cubrirme con ropas anti eróticas para visitar a esta deidad o a la que sea, hacía 40 grados y los ropajes bien podrían haber sido de plástico, de hecho ya estaban sudados por otra gente cuando nos los dieron. El calor era insoportable, creo que nunca tuve tanto calor en mi vida (y eso que estábamos en la temporada fresca).



El Gran Palacio Real es un recinto formado por muchos edificios junto al río Chao Phraya, tiene más de 200.000 metros cuadrados protegidos por una enorme muralla. Fue la residencia del rey de Tailandia desde el siglo XVIII al XX, y se construyó cuando Rama I decidió trasladar la capital del reino desde la antigua ciudad de Thonburi (al otro lado del río) a la actual Bangkok.

La arquitectura de todos estos edificios es increíble y llena de colores, con miles de pinchos, picos y otros ornamentos puntiagudos que salen de los techos de los templos. El color predominante es el dorado (tan brillante al sol del mediodía que nos cegaba), todo es dorado o tiene detalles de ese color. Y el nivel de detalles en la decoración es impresionante, a medida que uno se va acercando a los edificios descubre flores, dibujos tallados y arabescos en cada una de las superficies. La vegetación también juega un papel muy importante, hay árboles y pequeños jardines por todos lados, muy cuidados pero sin una disposición en especial (eso es lo que lo diferencia de los europeos, en este palacio no predomina la simetría). Aún así, la armonía de todo el conjunto, el atractivo de los colores y las grandes estructuras doradas, los detalles esperándolo a uno en cada rincón, es lo que hacen de este palacio un lugar inolvidable y que vale la pena visitar, aunque nos estuviéramos asando.

Comimos en el caótico embarcadero junto al río Chao Phraya, luego de recorrer un mercadito, donde las mujeres tailandesas preparaban bolitas de masa y hacían tiras de una carne desconocida (todavía no nos animábamos a comer en esos lugares). Desde allí caminamos hasta el famoso Buda Reclinado (Wat Pho) que, como la palabra lo indica, es un gigantesco buda dorado recostado y que apoya la cabeza en una mano, tan grande que parece no caber en su propio templo, los pequeños rulitos en su cabeza tocan el techo. Todo el lugar es precioso, con jardines internos llenos de árboles y edificios coloridos. Además, tuvimos la oportunidad de oír a los monjes budistas cantado sus oraciones, era un grupo de todas las edades, desde niños de unos 5 o 6 años hasta ancianos, todos con sus vestimentas naranjas y las cabezas rapadas arrodillados sobre una plataforma elevada cantando.


Un tercer amable extraño (esta vez un profesor universitario que volvía a su casa) se nos acercaría mientras intentábamos sacarnos una auto-foto en el parque frente al Gran Palacio. Después de darnos otras instrucciones turísticas (además de contarnos y preguntarnos respectivamente varias cosas personales), nos habló sobre el fabuloso Buda Parado que todavía no habíamos visitado y se ofreció a acompañarnos en tuk-tuk hasta allí (puesto que él iba para el mismo lado). Aunque yo le hubiera agradecido muchas veces y luego habría salido corriendo, Ale dijo “¿Cómo no?” y allá fuimos, apretujados en el asiento del tuk-tuk hasta llegar a un barrio oscuro y de dudosa calidad. En uno de esos barrios donde uno esperaría que algo dorado no dure mucho tiempo, nuestro “guía” nos condujo a ver el refulgente Buda cubierto de oro, de 32 metros de altura y que parecía brillar en la oscuridad, y luego se despidió de nosotros saludándonos con la mano.

Las cosas que hay para ver en Bangkok se recorren en poco tiempo, con dos días alcanza, así que decidimos contratar una excursión para visitar el mercado flotante de Damnoen Saduak y el puente sobre el río Khwae. La experiencia en el mercado flotante fue, por ponerle algún adjetivo, insuperable.


Quizás me predispuso mal la excursión en sí. A las 7 am ya nos vimos envueltos en un enredo de tours y combis, con guías que nos decían que vayamos o vengamos en un inglés inentendible, nos pegaban etiquetas con la excursión que habíamos contratado y básicamente, nos arreaban por ahí. Pero el mercado flotante, predisposición aparte, es de locos. La fórmula es la siguiente: un gran canal de agua marrón y oleosa (por el aceite de los motores), con embarcaciones tipo canoas largas, miles de ellas llenas de turistas y unas quinientas llenas de mujeres tailandesas vendiendo cosas. A los costados: más puestitos, más cosas, más tailandesas… y por supuesto, más turistas.

Me tomó un rato orientarme y empezar a distinguir algo más que solo el caos que había por todos lados. Hay que admitir que el conjunto es muy pintoresco. Una vez que logramos el equilibrio de nuestra canoa (que consistió básicamente en que Alejo se quedara quieto, era como un gorila en kayak) y nos convencimos de que había que tener los brazos metidos adentro del barquito (para que no te lo arranquen las embarcaciones que pasaban por al lado, o no te lo quemes con el motor que viene detrás), digamos que disfrutamos del breve paseo. Había barquitas con todo tipo de productos flotantes y en cada una de ellas, mujeres tailandesas con sombreros pajizos enormes (que les flotan en la cabeza gracias a un armazón especial para mantenerla aireada) que estiraban las manos para arrastrar nuestro barquito hacia los suyos o hacia los puestos en las márgenes del canal. El sistema de estos mercados flotantes es el mismo que se usaba en la antigüedad, se venden frutas y comidas que preparan las mujeres en los barquitos, y también todo tipo de artesanía local, muy bonitas además.

Después del mercado visitamos el barrio de los canales, con casas muy pobres enmohecidas por el clima y el agua del canal, vimos un poco de selva y quizás el hospital menos confiable del mundo. De recuerdo me llevé algunas cositas con motivos de elefante (el animal nacional de Tailandia) y una patada en la cabeza de nuestro gondolieri tailandés (fue sin querer, pero me la llevé igual) que insistía en que Alejo se cambiara de lado para balancear el desequilibrio evidente de nuestro barco, que iba haciendo Willy.

El Museo del Puente sobre el Río Khwae o Kwai es una de esas maravillas desaprovechadas, como muchas cosas en Tailandia. La historia de este puente (que se hizo famoso por una película) se sitúa en la II Guerra Mundial, cuando los japoneses usaron sus prisioneros de guerra (en su mayoría británicos) para construir un puente sobre el río Kwai que les sirviera para aprovisionarse. Las condiciones de trabajo fueron inhumanas y terribles, tanto que 13.000 prisioneros murieron. Los aliados bombardearon finalmente el puente, que no se llegó a derrumbar del todo.


El museo tiene tantas cosas, entre ellas los barcos-hospitales, los vagones-cárcel para los prisioneros, cientos de cascos, dinero japonés, cartas de oficiales y miles de fotografías de la época. Es una verdadera maravilla para cualquier apasionado de la II Guerra Mundial, aunque el museo en sí resulta un poco tedioso y requiere paciencia para leer y ver todo lo que hay. Si hubiéramos estado en EEUU habría allí una ciudad interactiva, al menos eso lograría la atención de mucha más gente y la historia se daría a conocer.

Aunque a nosotros sí que nos dio tiempo puesto que el guía nos abandonó allí por cuatro horas. Hasta tuvimos tiempo de ir a ver el monolito que pusieron los japoneses en honor a sus caídos en las batallas del río Kwai (hay que tener cara). Mientras tanto, la gente iba y venía por el famoso puente de hierro sobre un río marrón y anchísimo, y cada tanto pasaba también un trencito de colores que estropeaba un poco el ambiente histórico en el que estábamos imbuidos.

Hasta aquí la Bangkok turística de siempre. Bueno, también podría incluir la peatonal de Kao San Road, el corazón del barrio en el que se dice que se inventó el backpacking (¿“mochilerismo” será la traducción aceptada?). No es más que una pequeña zona de calles peatonales pero con muchísima vida: bares con la música a todo volumen, salones de masajes que se extienden hasta la vereda, lugares con peceras enormes donde unos extraños peces se comen la piel muerta de los pies, tiendas de ropa increíblemente barata y muchos puestitos del famoso “pad thai”. Es el plato más típico de Tailandia consiste en fideos (uno puede elegir cuales: de arroz, de huevo, cabellos de ángel), verduras, con o sin pollo, con o sin camarones y con o sin huevo. Como verán, es muy versátil, pero de algún modo logran que siempre sepa más o menos igual: a pad thai.



La versión top de las salidas nocturnas (no es que tenga nada contra el barrio de los mochileros) es ir a alguna de las increíbles terrazas de los hoteles por el barrio de Sukhumvit. Tienen una vista alucinante de la ciudad que se extiende sin fin, con ese halo de luz naranja que, aunque es una terrible contaminación visual, le queda precioso. Además, siendo todo tan barato, uno puede tomarse un trago por unos 12 euros (“tragos maricones” los llama Ale a esos que vienen con sombrillitas y rodajas de frutas), y sentirse como en las partes elegantes de la película “Hangover II”.



 (En el otro aeropuerto de Bangkok, 17.10.2013)

Ayer y hoy fueron días de lluvia en Bangkok. En realidad, ayer fue un día de lluvia y hoy uno de diluvios e inundación. Y, por una vez, les juro que no exagero. Ahora, desde la comodidad de mi asiento en el avión que saldrá rumbo a Phuket, ya no llueve y todo parece haber vuelto a la normalidad. Como evidencia de la inundación solo queda mi abrigo todavía húmedo y una impresión rara en los pies. Aunque me puse otras sandalias en el baño del aeropuerto, unas secas, todavía no logro sacarme la sensación pegajosa que me dejó el caminar por las calles de Bangkok, inundadas con medio metro de agua en la que morían ahogadas las cucarachas y las ratas huían subiéndose a las macetas. Algo fabuloso.

Ayer llovía cuando nos despertamos y no paró en todo el día, por algo se llama estación lluviosa. Salimos con el paraguas del hotel (nadie lleva paraguas de vacaciones) rumbo al templo de Watt Arun, del otro lado del río Chao Phraya en lo que era la antigua capital del Reino de Siam: Thon Buri (ahora parte de la ciudad de Bangkok). En un barquito cruzamos el río que, después de toda una noche lloviendo, era un torrente descontrolado que arrastraba troncos y otras cosas que no quise mirar con dedicación. Nuestra embarcación luchó contra la corriente hasta dejarnos del otro lado, donde nos esperaba el asombroso Templo del Amanecer.

Los cientos de escalones de piedra, de por sí altísimos y muy empinados, fueron todo un desafío debajo de la lluvia, pero valió la pena el esfuerzo por disfrutar de la vista maravillosa de la ciudad de Bangkok. A la bajada, casi empapados con paraguas o sin él, nos compramos un “reincó” (Ale lo tradujo como “rain coat” y aunque el nombre suene elegante no es más que una capa de nylon con capucha) y seguimos viaje en el barquito hasta el otro lado de la ciudad. Nos esperaba (a mí no, pero a Alejo parece que sí) el barrio chino, la población inmigratoria más grande de Bangkok.

Si hay que admirarles algo a los chinos es que poseen la capacidad de hacer suyo el barrio en que se instalan. De una calle a la otra parece que uno cambiara de país inesperadamente, todos los letreros son en chino, los mercados venden productos chinos y la gente, por supuesto, es china. Nuestro paseo consistió en meternos en las calles del mercado, cuyos puestitos atiborrados de cosas que se desbordaban sobre la vereda, vendían desde armas hasta comida. A parte de las armas y algún que otro producto de fontanería, éramos incapaces de nombrar lo que veíamos, sobre todo en los puestos de comestibles: comidas rosas, formas colgantes, ramas o algas, bolitas de cosas, aves decapitadas, cosas gelatinosas. El verdadero desafío era encontrar algo identificable y con nombre entre todas esas mercaderías que parecían sacadas de otro mundo. Mientras tanto seguía lloviendo y éramos los únicos valientes visitando el barrio chino de Bangkok.

Lo divertido vino la mañana siguiente cuando, luego de ir a un mega shopping de tecnología que me vi forzada a visitar por un rato, volvíamos al hotel en taxi. Llovía con globitos por las calles de la ciudad y se empezaban a formar charcos. A unas diez cuadras del hotel (y unas tres horas antes de que saliera nuestro vuelo a Phuket) nos bajamos del taxi que no avanzaba en el tránsito y decidimos caminar bajo la lluvia. Cuando doblamos en nuestra querida Avenida Sukhumvit, nos encontramos con la inundación (que a esta altura no me sorprendió en absoluto). El agua había empezado a subir, luego de llenar la calle se subió a la vereda y pretendió entrar a algunos de los negocios. La gente, muy tranquilamente, se sacaba los zapatos y seguía caminando con el agua hasta los talones, y  a nosotros no nos quedó más remedio que hacer lo mismo (excepto lo de sacarnos las zapatillas). Los tuk-tuk no andaban (el agua les llegaba hasta el motor) y los taxis se negaban a juntar gente. La dificultad estaba en las esquinas, por donde bajaban riachuelos de agua que nos llegaba hasta las pantorrillas. En las veredas donde el agua había retrocedido, la gente barría… ¡cucarachas! Montones de cucarachas ahogadas, ahora apiladas en montoncitos. Y desde las macetas con plantas nos miraban las ratas (una decena por maceta), con los pelitos mojados y cara de “odiamos la temporada de lluvias”.

Con un ataque de risa por la cara de las ratas y las pilas de cucarachas, no pude menos que coincidir con Alejo cuando describió la experiencia de viajar por Bangkok como “violencia sensorial”. Y así es, ningún sentido sale ileso de la cultura thai.