De mi primera visita a un campo de concentración obtuve, además de lágrimas, ira y desconcierto, una crónica.
Ahí va...
A veces lo único que puede hacer uno es contar la historia.
Dachau fue mi primera experiencia en un campo de
concentración. La verdad es que no quería ir. No se me ocurría ni una buena
razón para visitar un lugar así. Pensaba “no necesito ir a ver eso, ya sé cómo
fue”. Y después se me ocurrió una razón: contarlo. Tenía que contarle a mi
Papá, que siempre quiso saber sobre la II Guerra Mundial y que leyó mucho sobre
los nazis. Mi abuelo tampoco me hubiera perdonado que no haya entrado.
De miedo y de nervios por lo que me esperaba, me largué a
llorar en la entrada. Ni siquiera en la entrada, en el estacionamiento. Ale me
consoló, pero yo estaba en lo correcto, porque Dachau no decepciona ni al más
exigente de sus visitantes: está creado para impresionar, para revolver el estómago,
para enfurecer.
No es que sea una persona impresionable (que lo soy) pero mi
mente es muy malvada y suele guardar todas aquellas imágenes que precisamente
no quiero recordar, para mostrármelas a cada rato. Es por esto que me cuido
tanto de lo que veo. Y, de todas las características humanas, la morbosidad es
la que más deploro, así que siempre trato de luchar contra ese instinto.
Dachau es hoy en día un memorial de entrada gratuita, que
conserva la mayor parte de lo que fue el primer campo de concentración del
régimen nacionalsocialista. Empezó a funcionar en 1933 y fue de los últimos en
cerrarse. Sirvió como modelo para la construcción de muchos otros y además
recibió visitas internacionales (de periodistas y políticos) que iban a ver y a
elogiar las maravillas de este llamado “centro de detención y rehabilitación”.
Cuando se inauguró acogió principalmente a presos políticos
(comunistas y detractores del gobierno). Los primeros presidiarios ayudaron a
construir el resto de edificios de Dachau, que era una antigua fábrica de
pólvora.
El camino al viejo campo de concentración comienza por la
calle de tierra que recorrían los detenidos desde la estación del tren hasta la
puerta principal: una reja negra con la triste inscripción “El trabajo los hará
libres”. Luego de cruzar la entrada, los prisioneros (al principio, hombres que
se sabían detenidos por alguna razón particular y luego familias enteras) eran
desvestidos, bañados, rapados. Se les entregaba el uniforme del campo de
concentración (rayado griz y blanco) y una insignia que debían coserse a la
ropa. Ésta insignia los diferenciaría por categorías como: político,
homosexual, inmigrante o asocial. Y, dentro de cada una de ellas, también había
más distinciones, como la de aquellos judíos.
Las vejaciones que sufrían los detenidos en esta primera
parte del proceso eran, quizás, poco llamativas, ya que se dan en bastantes
cárceles del mundo hoy en día. Incluían golpes e insultos. Luego les era
asignado un lugar para dormir dentro de los inmensos barracones (69, que
incluían uno para el clero y otro para experimentos médicos), una tarea, un
pequeño armario y una silla. El ambiente en el que vivían, de trabajo forzado y
múltiples carencias, estaba regido por una política del terror. Los prisioneros
debían formar en el patio del campo durante horas por la mañana, incluso en
invierno, con su uniforme de camisa y pantalón. Si alguno se desmayaba o se
caía, no se lo podía ayudar. Los débiles y los enfermos (que no servían como
mano de obra) eran asesinados de un tiro. Los demás, al más mínimo
incumplimiento (tan absurdo como no doblar la sábana en los centímetros exactos
exigidos), eran sometidos a tremendos maltratos, como colgar de los brazos en
las vigas de madera que cruzaban los techos de los baños.
Algunas infracciones se pagaban con la muerte directamente,
por ejemplo, pisar el césped que bordeaba la prisión por dentro. El campo
estaba rodeado de una cerca alambrada, un pozo y luego un muro con guardias
armados. A veces los guardias tiraban las gorras de los presos al pasto que,
cuando iban a recogerlas, morían de un disparo. No tenían demasiada alternativa
porque formar en el patio por la mañana sin el uniforme reglamentario, también
merecía un tiro.
A medida que el campo se fue superpoblando (los registros de
Dachau hablan de 206.206 presos) , comenzaron las restricciones de alimento y
de espacio, el hacinamiento produjo la rápida expansión de enfermedades. El
cuerpo médico tenía una sola consigna “si mueren, mejor” (dicho por un médico
de Dachau) y avalados por esta norma, empezaron los experimentos humanos de
todo tipo. Entre todo tipo de otras crueldades, crearon un barracón especial
donde las mujeres eran forzadas a prostituirse para mantener “el buen ánimo” en
la prisión.
25.000 personas murieron a causa del hacinamiento,
enfermedades y suicidios. No se tiene un número oficial de los prisioneros
asesinados durante los 12 años en que funcionó como campo de concentración,
algunas fuentes dicen que morían 200 por día en los últimos años. Si bien Dachau
posee cámaras de gas, se cree que nunca se usaron. A diferencia de los hornos
crematorios, que no dieron abasto en la tarea de deshacerse de los cuerpos.
Cuando comenzó el declive del régimen nazi, en los últimos meses de la II
Guerra Mundial, los campos de concentración de toda Alemania empezaron a mandar
a sus prisioneros a Dachau. Se llamaron “marchas de la muerte” porque se
esperaba que los detenidos murieran en el camino, cosa que sucedía en gran
medida. De tal modo, llegaban a Dachau grandes vagones de tren llenos de
muertos que, luego de ser desvestidos, eran trasladados a los hornos.
Cuando llegaron las tropas aliadas a liberar el campo de
concentración no sabían lo que les esperaba. La sorpresa y el horror quedaron
inmortalizados en los videos que filmaron los propios soldados tras descubrir las
pilas de cadáveres desnudos abandonados fuera de los vagones de tren o en los
hornos, así como también las miles de personas con caras grises y huesudas que,
a pesar de estar desnutridos y al borde de la muerte, sonreían a los soldados
que venían a liberarlos.
El desconocimiento de lo que sucedía en Dachau era tan
grande (o, al menos, eso parece) que en un primer momento se abrieron las
puertas de la prisión a los habitantes del pueblo vecino. Es tremendo ver a las
mujeres alemanas, vestidas con elegantes tapados de piel (como quien se prepara
para una visita patriótica), llorando desconsoladas mientras recorrían ese
horror.
Aunque el campo de concentración dejó de funcionar como tal
tras su liberación en 1945, muchos presos siguieron muriendo a causa del
sufrimiento padecido. Y el destino de toda aquella gente mejoró solo un poco
durante el primer tiempo. La mayoría de los jefes de Dachau huyeron antes de
que las tropas aliadas llegaran al lugar. Los altos mandos dieron a los
guardias la orden de quedarse para cuidar que los presos no escaparan, aún
cuando sabían que ya se había terminado todo para ellos. Muchos de los alemanes
nazis que participaron de masacres como estas fueron perseguidos y juzgados,
incluso asesinados. Algunos todavía viven.
Una importante cantidad de gente sobrevivió a campos de concentración.
Impresiona una maldad que no tenía fin y parece imposible tanta resistencia, el
instinto de sobrevivir.
Dachau conserva hoy varios de los barracones originales con
sus camas cuchetas interminables, los baños comunitarios y las zonas de
clasificación, el patio principal, las cámaras de gas y los hornos crematorios.
A través del recorrido por el memorial es posible ver fotos de los presos en las
distintas épocas, leer artículos de los
diarios internacionales sobre sus visitas, revisar los documentos de registro, escuchar grabaciones originales de presos y de
guardias, leer datos médicos sobre los experimentos y cartas de los detenidos,
ver videos del campo de concentración en funcionamiento y de los días
posteriores a la liberación.
La cantidad de información disponible en Dachau es
impresionante, satisface las curiosidades más exigentes, también produce
impotencia, odio y desconcierto. Simplemente, no se puede creer tanta maldad.
Tanta locura. Tantos seguidores.
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