18 de agosto de 2012

Crónicas turcas: Viaje a la antigüedad


Salimos no demasiado temprano y con nuestras valijas de mano, hacia el segundo aeropuerto de Estambul, el que queda del lado asiático. Se llama Sabiha Gokçen en honor a la primera aviadora de combate del mundo y la primera mujer aviadora de Turquía. Desde allí, nos esperaba un corto vuelo hasta la ciudad de Izmir, a unos 450 kilómetros al sudoeste de Estambul.

Izmir o Esmirna, en castellano, es una ciudad antiquísima. Fue fundada en el 3.000 a.C. y pasó de unas manos a las otras, hasta que le llegó el turno a Alejandro Magno, que construyó la nueva ciudad y elevó su prestigio. También después siguió un frenético cambio de poder sobre la ciudad, de los griegos pasó a los seléucidas, y de éstos a los romanos. Con un agradable episodio histórico que cuenta que el general romano Sila, tras conquistar la ciudad, hizo desfilar a todos sus habitantes desnudos en pleno invierno.

Después de los bizantinos, la tuvo el Reino de Venecia, los Estados Pontificios y el Imperio Otomano Fue escenario de terribles persecuciones a los cristianos en la época romana, de un período de exterminio de los griegos y del posterior éxodo de los que quedaban (más de un millón de griegos abandonaron Turquía), cuando volvió a manos turcas, en 1922.

La Izmir actual, también llamada “La perla del Egeo”, se considera una de las ciudades más liberales y occidentalizadas de Turquía. Tiene el segundo mayor puerto y abarca las viejas ciudades de Éfeso y Pérgamo, sus grandes rivales de la antigüedad.

 
En el camino del aeropuerto a la ciudad, que son como 13 kilómetros, nos sorprendió una gigantesca cara de Atatürk tallada en la montaña, mirando con ojos ceñudos por encima de la población. Curioso, por decir algo. Luego de instalarnos en un lindo hotel del centro, nos fuimos hasta la costanera, siguiendo esa ancestral atracción que ejercen las grandes masas de agua. En éste caso, el mar Egeo.

En la costanera de Izmir, el mar Egeo es bravo y verde oscuro. Intimida. Los ferries se acercaban a la costa bamboleándose y las olas rompían con fuerza contra el muro, mojando el la vereda del paseo.

La plaza principal de Izmir, y uno de sus atractivos turísticos, es la plaza de Konak, a unos metros del mar. Con su gran explanada gris, contiene dos monumentos curiosos para ver: la Mezquita de Konak, cubierta de azulejos, y la Torre del Reloj, construida en 1901 por un francés y decorada con cuatro fuentes a su alrededor. También vale la pena ver el moderno Konak Pier, un antiguo muelle restaurado al estilo Puerto Madero por Gustav Eiffel, que acoge tiendas de marcas internacionales y selectos restaurantes.

En las inmediaciones del barrio de Konak, se encuentra el Ágora que era un centro de comercio y arte en la época romana, por el siglo II. Allá íbamos en auto, conducidos por Alejo y el GPS, cuando evidentemente doblamos donde no era y nos metimos en pleno Mercado de Kemeralti. Uno se acostumbra a lugares como el Gran Bazar o el de las Especias, pero en sus orígenes, los mercados eran simplemente calles con interminables tiendas a ambos lados y que, en algunos casos, estaban techadas con toldos o telas de arpillera. A ese tipo de mercado fuimos a parar. Parecía que en cualquier momento no iba a caber ni auto, las callecitas se iban angostando por la gente y las cosas que ocupaban las veredas. Sobre nosotros, unos rudimentarios toldos de colores nos protegían del sol, pero algunos rayos pasaban y hacían que cambiara la coloración de todo mientras pasábamos de un toldo al siguiente. Suspendí mi pánico, como suelo hacer en esas ocasiones, para guiarnos fuera de esa maraña de gente, tiendas, mercaderías, mesitas, cajas, puestos de comida y conductores tan poco precavidos como nosotros. No fue la mejor de las experiencias, pero nos alegramos de haber ido en auto, porque de otra manera nunca hubiéramos ido.

 
El Ágora está en pleno proceso de excavación y puede verse desde fuera de las rejas, un error si quieren tentar a los turistas. Parece una estructura impresionante, conserva arcos y escaleras ya que tenía tres pisos, y se supone que es el ágora romana mejor conservada. Pero creo que va a estar mejor cuando terminen de armarlo, excavarlo y, si es posible, techarlo también.

La guía recomendaba ir a visitar el Castillo de Alejandro Magno antes de que se ponga el sol. En lo alto de la ciudad de Izmir, a 185 metros sobre el nivel del mar, se alza el barrio de Kadifekale. Allí hay restos de una acrópolis y su muro donde se cree que se asentó Alejandro Magno en su paso por la ciudad, y desde donde se ve una espectacular panorámica de la bahía. También veíamos por debajo nuestro las terrazas donde cocinaban con apuro las mujeres musulmanas, esperando la puesta del sol.

La costanera, que se llama Kordon, es muy bonita, tiene un camino de baldosas blancas y negras y grandes explanadas de pasto, donde la gente se sienta a reposar y disfrutar de un sol gordo y anaranjado mientras se pone sobre el mar. En una plazoleta central, se alza el Monumento a la Independencia, que parece uno de esos árboles africanos, los baobabs, pero representa una batalla . Frente a todo esto hay hileras interminables de restaurantes y bares, que se iluminan cuando empieza a anochecer con unos faroles decorados. Elegimos un lugar elegante para cenar (después de todo, estábamos con mis padres) y disfrutamos nosotros también del atardecer y de toda la gente que paseaba sin cesar por la costanera.


A 74 kilómetros al sur de Izmir se encuentra Éfeso, la ciudad antigua más impresionante de Turquía. En ella se hallaba una de las Siete Maravillas de la Antigüedad, el Tempo de Artemisa, del que ahora solo quedan algunas columnas.  Pero, fuera de eso, la mayor parte de la ciudad está muy bien conservada. Eso se debe (al menos, en parte) a que fue abandonada por sus habitantes para asentarse en otros lugares. Esto no sucedió con urbes como Izmir y Atenas, que tienen sus tesoros arquitectónicos por debajo de ellas.

Éfeso es una verdadera maravilla y se puede apreciar casi sin dificultad como era en la antigüedad. Una clara imagen del paso del tiempo la da la Avenida Liman Arcadiana, una gran avenida con columnas a cada lado por la que caminaron (se dice) Cleopatra y Marco Antonio. En su momento iba desde el Gran Teatro hasta el puerto de Éfeso, mientras que hoy en día, el mar queda a unos cuantos kilómetros.

Es posible ver sus templos casi enteros, entre ellos, la primera iglesia consagrada a la Virgen María, que aún tiene la nave central y la pila bautismal. Otra de sus largas calles empedradas, es la llamada Vía del Mármol (estaba pavimentada de mármol) que iba desde el Gran Teatro hasta la Biblioteca de Celso. Las casas de los antiguos habitantes subían por la ladera de una colina desde las calles principales, y se pueden ver hasta las letrinas comunitarias, hechas sobre una larga plancha de piedra en forma de asiento con huecos, que daban a una canaleta principal. Una distancia de medio metro separaba a los asistentes, para nada incómodo. Y con el paso del tiempo perdió el techo y las paredes, así que hoy en día hasta tiene vistas.

Uno de los monumentos que más impresionan de Éfeso es el Gran Teatro, una de las ruinas más bellas y más grandes de la ciudad. Sus graderías estaban recubiertas de mármol, tenía capacidad para 24.000 espectadores y fue escenario de luchas de gladiadores en la época romana. El otro es la Biblioteca de Celso, la joya de Éfeso, construida en honor al padre del cónsul. En el período clásico, fue la tercera biblioteca más grande del mundo. Su impresionante fachada de columnas de varios metros tiene cuatro estatuas de mujer que representan la sabiduría, el carácter, el poder judicial y la experiencia, consideradas las virtudes de Celso.

Hay muchas otras cosas que ver en la vieja y bella ciudad de Éfeso. Y todo está al alcance de la mano, uno camina por sus calles y toca sus columnas. No hace falta demasiado esfuerzo para imaginarse cómo vivían sus habitantes. Es verdaderamente, un viaje a la antigüedad.


En sus inmediaciones quedan dos atractivos turístico más que vale la pena visitar. El primero: la Casa de la Virgen María, una sencilla capilla que se levanta sobre lo que fueron los restos de la casa donde vivió, luego de trasladarse a esta zona junto a San Juan (a que Jesús encargó el cuidado de su madre). Suena bastante increíble y existen otras “casas de la Virgen” esparcidas por el mundo, pero ésta, fue visitada ya por cuatro Papas, lo cual debería significar algo. Se supone que si uno se confiesa en esta capilla obtiene una indulgencia plenaria, así que allá fue mi madre a confesarse un simpático sacerdote franciscano que, curiosamente, había nacido en Buenos Aires.

Cerca del lugar donde vivió y murió la Virgen María, se encuentra la Basílica de San Juan, construida en el siglo V sobre la simple tumba en la que estaba enterrado el apóstol. La basílica está muy bien conservada y se pueden ver increíbles inscripciones en latín y cruces talladas en las columnas.


Satisfecha la etapa cultural de las vacaciones, nos encaminamos a la playa y la vecina ciudad de Çesme es conocida por sus hermosas playas de arena. Realmente son preciosas, allí el mar Egeo es celeste, transparente, con suaves olas y a 26 grados de temperatura. La pendiente de la playa es tan pequeña que caminábamos cien metros y todavía el agua nos llegaba a la cintura. Además, era tan trasparente que veíamos peces y bancos de algas a nuestros pies. Las playas están organizadas con reposeras y sombrillas que se alquilan durante el día y, en general, hay servicio de bar también, así que es el relax total. Algunas son un poco precarias, sobre todo las que están más alejadas de la ciudad, de manera tal que usar las duchas o los baños, puede ser toda una aventura. Pero eso no nos echó para atrás, porque los lugares eran verdaderamente hermosos.
La marina de Çesme es otra cosa digna de conocer. Está convertida en un elegante centro comercial al aire libre, con puentecitos y pasarelas, los edificios pintados de blanco y bonitos restaurantes con terrazas que miran al embarcadero, donde están atracados cientos de yates de todo tipo. Al atardecer nos acercamos al pueblo de Alaçati, que era un mundo de gente paseando. Es un pueblo precioso, con arquitectura típica del Egeo (la misma que en las Islas Griegas), callecitas de piedra muy angostas, construcciones en blanco con detalles en azul, mesitas de madera pintada en las calles, decoraciones marinas que cuelgan entre los edificios, olor a pescado y música local. Si hubiera tenido que adivinar dónde estaba, habría dicho Mykonos.


De vuelta en Estambul, visitamos algunas cosas nuevas, como la Estación del Orient Express y su pequeño museo, y volvimos al Mercado de las Especias. Luego tuve que acceder a que mis padres pasearan un poco solos, y allá fueron, solitos a la aventura. Con total éxito (de algún lado debo haber salido yo) recorrieron el Palacio de Dolmabahçe, la Torre de Gálata y hasta descubrieron el Tunel de Taksim, el tranvía más corto del mundo, que sube hasta lo alto de Gálata.

La despedida de Estambul consistió en recorrer la ciudad hasta llegar a la Colina de Pierre Loti, un bigotudo escritor de novelas francés, que, luego de recorrer medio mundo, llegó a Estambul y se instaló por aquí unos años. Desde el café con su mismo nombre, que se armó en su antigua casa, se tiene una vista asombrosa del Cuerno de Oro, esa lengua de agua que divide en dos a la parte europea. La ciudad empezó a iluminarse cuando bajaba el sol y se escucharon primeros cantos de la noche del imán.


Aunque no respetábamos el ramadán, también a nosotros nos despertó el hambre y nos fuimos rumbo a Taksim. Recorrimos la peatonal de Istiklal, que estaba llenísima de gente, como siempre, en busca de un lugar para cenar. Nos instalamos en una linda terraza desde donde veíamos pasar el mundo y mis padres se empezaban a despedir de Turquía.

Estambul cambió desde que vinieron mi prima Inés y mis padres, ahora es más familiar, tiene recuerdos míos a la vuelta de cada esquina. Ir al supermercado, tomarme el ferry o comprar especias en el Bazar son cosas que puedo compartir a la distancia, y eso es mucho más de lo que podía pedir… También les mostré orgullosa, sabiendo que no decepciona a nadie, esta ciudad tan linda en la que nos toca vivir por ahora. Y descubrimos juntos pequeños rincones y grandes maravillas como la antigua de Éfeso. Porque pasear es lindo, pero es mucho más lindo si uno lo comparte con aquellos que quiere.

¡Me aguardan nuevas aventuras! Este año viene muy acontecido. Y no puedo esperar a asombrarme con el próximo descubrimiento y luego, por supuesto, volver a disfrutarlo todo, mientras escribo para compartirlo con ustedes.

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