21 de abril de 2012

Crónicas turcas: Una ciudad de agua


Cuando llegué me dijeron que el agua de la canilla no era potable. Y lo recalcaron. Pero una noche tuve sed. Y, un poco dormida, me serví un vaso y me lo tomé. No paso nada. Sigo acá y ahora me hago la despreocupada con respecto a las advertencias acuíferas. Yo tomé agua de la canilla y sobreviví, ¿ya soy turca? Y no solo eso, también reconozco a dos muecines diferentes que llaman a la oración, uno me daña los tímpanos más que el otro que, en principio pensé que era una mujer y luego decidí que se trataba de un chico joven.

Aunque por la ventana del hotel veo el cementerio y su mezquita, hay muchas cosas más. En el terreno descubrí un perro con las patas enyesadas y una casita verde con techo de chapa donde viven palomas. Un señor viene a sacarlas todas las tardes. Vuelan y después, a una señal del señor, bajan en un cuadradito en el pasto y comen, antes de volver a meterse en la casita. No sabía que quedara gente que criaba palomas, luego me enteré que es una costumbre muy musulmana.

Además de las palomas musulmanas, hay muchísimos pájaros. Hay cuervos, gaviotas y otros que no conozco. Hoy se paró un cuervo en la ventana de mi habitación (que estaba abierta), pegó un grito y casi me muero de un infarto. Me están tomando confianza los pajarracos, en cualquier momento me vienen a disputar el mate cocido.  Se aprenden muchas cosas del mundo cuando te condenan a una única ventana...

Este mes estamos en plena temporada de tulipanes. Se encuentran por todos lados: en la plazas, bulevares, macetas, en las veredas. Los hay de muchos colores y tamaños, y algunos que ni parecen tulipanes. Son increíblemente lindos y coloridos. Bueno, en general las flores de esta ciudad son hermosas, y parece que ocupan un lugar importante en el mercado local porque hay muchísimas florerías por la calle, me hace acordar un poco a mi barrio en México DF. “Çiçek” (chichec) es flor en turco, y esa palabra me tendrá que servir para todas las especies por ahora.

Las distancias en Estambul son largas. Por un lado, porque la ciudad es realmente grande, y por el otro, porque hay un caos de tránsito casi todo el tiempo. Cruzar en auto entre los lados europeo y asiático depende de dos puentes que suelen estar bastante atascados a las horas importantes.

Pero eso no nos impidió pasear un poco… al menos, en el tiempo que nos quedaba después de vagar por la ciudad en busca del próximo lugar donde vivir. Cosa que, por cierto, ya encontramos: un departamento hermoso en la zona de Göztepe Park (el que está lleno de tulipanes) y a unas cuadras del mar.

Estos fines de semana fuimos a un típico “brunch” de domingo a la mañana en el Café Cadde; también salimos a la noche por los bares del barrio europeo de Taksim; caminamos por la playa de Caddebostan, que no es una playa, sino un paseo por la costanera, con parques a los costados y curiosos asientos en forma de libro; y visitamos dos barrios en los que no había estado nunca.

El primero, del lado asiático y llamado Çengelköy, es un barrio de casas tradicionales otomanas que miran al Bósforo. Las casas otomanas son enteramente de madera, en general tienen dos o tres pisos y, cuando están bien conservadas, son bonitas. Tienen balcones y techos curiosos, se asemejan a casas de brujas. La mayoría de las que vi, en precario estado de conservación, parecían carecer también de estabilidad pero, aún así, están en pie desde vaya a saber uno cuándo.

El barrio de Çengelköy nos recibió con un caluroso atasco, pero una vez que lo atravesamos, empezamos a ver estas llamativas casas con sus ventanales orientados al agua. Llegamos hasta la Escuela de la Armada, un imponente edificio militar que reconocimos por su gran bandera turca y por haberlo visto desde los barquitos que viajan por el Bósforo.

Hay muchos restaurantes con vistas, mesitas en la calle donde la gente juega al backgamon o fuma las famosas “nargiles” (pipas de agua con tabaco aromatizado) que inundan las calles de olores frutales . Hay decenas de pequeños cafecitos donde sentarse a tomar “çay” (chai) y  quemarse los dedos con esos minúsculos vasitos de vidrio donde los turcos decidieron servir el té. También descubrimos un mirador de madera con bancos, donde la gente se sienta a contemplar el atardecer sobre el agua. Nos compramos unas bolitas pegoteadas (como buñuelos con miel), que parecían ser la especialidad local y también nos sentamos a mirar… ¿Qué mejor que fundirse en las actividades de los lugareños? Porque mirar el Bósforo y comer buñuelos se me antoja más fácil que aprender a jugar al backgamon.



Otro fin de semana nos llevaron a conocer, del lado europeo, la zona de Örtakoy. Luego de cruzar el puente del mismo nombre, bajamos hasta ese barrio que queda junto al Bósforo y mira, a través de la masa de agua, al lado asiático de la ciudad. Es famoso porque ahí están las discotecas de alto nivel y los lugares para salir por la noche.  Pero también tiene hermosos cafés y restaurantes, todos ubicados como en terrazas sobre el agua, lo cual es muy entretenido porque el Bósforo es un estrecho muy transitado. Se pueden ver pequeñas embarcaciones privadas, ferris, cruceros y gigantescos barcos llenos de contenedores.

Este barrio también tiene casas otomanas pintadas de colores. Y por las pequeñas callecitas que separaban las casas, había un mercado de alhajas y cosas similares que le agregaba un atractivo especial. Desayunamos el domingo de Pascua en un café muy top, mirando al puente de Örtakoy. Y sí, la Pascua pasó por acá sin pena ni gloria… Esta vez no nos tocó festejo familiar ni huevos de chocolate, hubo que conformarse con el desayuno turco… tampoco estuvo tan mal. Lo más rico fue algo dulce (los turcos se lucen con sus postres), pero esta vez mucho más sencillo: ricota con miel. Ricota que no es ricota, estrictamente hablando, es más cremosa; y miel del panal. Cortábamos trocitos de panal y lo untábamos junto con la ricota en un pan. ¡Algo delicioso!

Como última excursión gastronómica, fuimos a comer a un restaurant con horno de barro (donde, después me vine a enterar, comieron Bill y Hillary Clinton en su visita a Estambul). Un sitio muy lindo, elegante pero no demasiado pretencioso; frente al parque Göztepe, en medio de lo que será nuestro próximo barrio. Comimos las riquísimas “pide” que son como pizzas dobladas en los costados haciendo una especie de barquito. Exquisitas, con queso, carne de cordero y vegetales. Gastronómicamente hablando (y en muchos sentidos más), todo es diferente por acá, pero creo que vamos a poder sobrevivir… al menos, de hambre, no moriremos.


12 de abril de 2012

Invitados (con la continuación)


 No sé. Es lo que veo por la ventana. Al principio pensaba que iba a haber casas, puertas, autos. Pero solo hay un espacio vacío y luego los árboles esos que forman un bosque. ¡Un bosque! Es que es insólito. No lo puedo creer.

Ahí miré bien el bosque. No es un bosque, es un cementerio. Y, entremedio de las tumbas y los sarcófagos, hay árboles. Me pregunto si las raíces le hacen algo a los muertos ahí enterrados. Se deben estar metiendo en los cajones, abriendo las tapas.

El espacio vacío sigue vacío. Pero ahora hay unos camiones y ayer, cuando se ponía el sol,  distinguí una casita de chapas. Hasta me parece ver gente. ¿Serán los dueños de los camiones o los cuidadores del cementerio?

El hombre que está en la puerta de la casucha me está mirando. No sé como puede verme si estoy detrás de estos vidrios oscuros. Se quedó ahí parado mirándome y después se metió dentro de la casa. Bueno, casa, lo que se dice casa, no es… Es un cuadrado de chapas, no puede tener más de dos metros de alto.

Los camiones no se mueven. Llevo días mirándolos pero no se han movido ni un ápice. Están cubiertos de tierra como si no se hubieran movido en mucho tiempo. Sin embargo, estoy segura que el primer día no los vi. Estaba el espacio vacío sin los camiones ni la casucha.

Estaré loco, porque me parece que cada vez hay menos árboles. Al principio era un bosque. Ahora casi los puedo contar. Son ciento diecinueve, más o menos. Las tumbas no las puedo contar, deben ser miles. Y hay gatos entre las tumbas que, de noche, duermen en los camiones. No los veo, porque cuando oscurece, no se ve nada por la ventana. Pero sé que duermen en los camiones. Hay marcas en la capa de tierra que los cubre.

Hoy no vi ni gatos ni al señor de la casucha. Solo había un hombre que caminaba por el espacio vacío con bolsas. Una blanca y una negra. Y arrastraba los pies, así que se le formaban nubes de tierra alrededor mientras caminaba. Iba caminando lentamente hasta el final del espacio. Cuando llegó al marco de mi ventana, desapareció.

Mientras dormía, me tocaron la puerta. Escuché el ruido entre sueños y, cuando me desperté, ya no escuchaba nada. Se habían ido. Pero yo sé quienes son. Son los que viven en la casucha, vienen a verme de cerca porque saben que los miro y que escribo sobre ellos. Menos mal que dormía porque no se me ocurre qué decirles.

Creo que los gatos vienen del cementerio. Cruzan el espacio vacío para dormir en los camiones, pero vienen del cementerio y de los árboles. Salen de adentro de las tumbas. Trepan por las raíces de los árboles y llegan a la superficie. Me parece que la gente de la casucha les tiene miedo. Cuando hay gatos no hay gente.

Ahora sé lo que llevaba el hombre en las bolsas. Eran gatos. Uno blanco y uno negro. A veces los gatos se mueren durante la noche y las personas los encuentran como dormidos, arriba de los camiones.

El señor de la casucha me estaba mirando de nuevo. Lo saludé con la mano, sabiendo que era imposible que me viera a través de los vidrios oscuros. Pero levantó la mano. Me asusté y cerré la cortina. Porque de noche, ellos me ven a mí.

Cuando abrí las cortinas esta mañana no estaban los camiones. Alguien me tocó la puerta y me di vuelta sin pensar en la gente de la casucha. Puse la oreja en la puerta y escuché una respiración. No abrí.

Pasaron una cuantas horas y no pude con la curiosidad. Detrás de la puerta había una bolsa. No me hizo falta mirar para saber lo que había adentro. Malditas personas de la casucha. Maldito el hombre que levantaba tierra con los pies. Él llevaba dos bolsas, ¿dónde está la otra?

Hoy salí de la habitación. Agarré la bolsa y caminé por los pasillos, bajé las escaleras, llegué a la puerta principal. El espacio vacío era más grande desde abajo, y no se veía el cementerio. Caminé por la tierra, entre los camiones, y vi las marcas que dejan los gatos. Llegué a la casucha y golpeé la puerta de chapa. El señor me abrió. “Al fin”, dijo y me estiró la mano.

Le di la bolsa y me hizo señas de que entrara. Nos paramos junto a una ventana que tenía la casucha, era mucho más chica que la mía, la de la habitación. Miramos juntos hacia el cementerio. “Son ciento diecinueve árboles”, me comentó. Y vimos como los gatos empezaban a salir de las tumbas.


Llevo unos meses viviendo en la casucha con el señor. No sé que pensarán de mí los del hotel porque, aunque los primeros días me sonaba el teléfono todo el tiempo, después ya no sonó más. A veces cuento las ventanas hasta dar con la que es mi habitación, creo ver mis cosas y a la gente de la limpieza, de vez en cuando.

El señor prepara té todo el tiempo. Tiene una estufa a gas donde calienta el agua, también hace arroz y sopas. No sé si come eso porque no tiene dientes, o es al revés. De cualquier manera, su dieta también me está afectando a mí porque los pantalones me empiezan a quedar holgados y siento los dientes flojos. Me los toco con la lengua constantemente mientras él revuelve el arroz. Tengo ganas de gritarle “¡quiero carne!” pero sé que no me contestaría.

Un día me habló, me contó sobre los gatos. Me dijo “Vení que te cuento una historia” y empezó.

-Una vez había un gato salvaje que venía viajando desde lejos. Se le hizo de noche mientras cruzaba un monte y, como no sabía bien dónde estaba, se quedó a dormir ahí. Por la mañana vio que estaba cerca de un pueblo. Entonces le dio curiosidad y se acercó, miró a la gente, olió sus ollas y recibió sus caricias. Se quedó a vivir allí, en la comodidad.
Pero su espíritu salvaje lo traicionó, no pudo entender que el gato dejara de cazar, que no arañara cuando los niños tiraban de sus bigotes, que no le mostrara los dientes ni a los ratones. Y una noche, mientras dormía, lo atrapó en un sueño turbulento.
El gato se sacudía con los ojos cerrados, sin poder despertarse. Movía la cola que se acercaba peligrosamente a la chimenea. Se le prendió fuego. Corrió por la casa y por el pueblo intentando apagarla, sin darse cuenta que, a su camino, iba incendiando todo lo que tocaba. El pueblo era de cañas, así que se quemó y, puesto que era muy tarde y todos dormían, también se quemaron sus habitantes.
El gato aulló de pena cuando vio lo que había hecho. Y no volvió a moverse, se murió sentado sobre las cenizas del pueblo que lo había acogido. Los seres humanos hicieron un cementerio en ese lugar y nunca más recibieron gatos en sus casas. En cambio, los gatos salvajes del mundo vienen al cementerio cada día. Bajan a las tumbas a lamerle la cara a los muertos con la esperanza de reconciliarse.

Lo miré cuando terminó de contar la historia. “Eso es absurdo”, le dije. Pero no le interesó demasiado mi respuesta. Se puso a comer arroz. Pensé en aquella vez en que me mandó un gato a la habitación, en una bolsa. De repente no entendía nada. Me desesperé. “¿Por qué me mandó un gato?”, le pregunté casi gritando.

Al principio pensé que no me hablaba porque no era conversador. Y después me fui dando cuenta que, en realidad, me usa de oyente. No tiene conversaciones conmigo, son monólogos. No me responde las preguntas que hago. Le pregunté lo del gato en la bolsa muchas veces, también lo del arroz. Nada. Un día lo sacudí, tomándolo violentamente de los hombros. Pero me miró como si no me viera. Sonrió su sonrisa sin dientes y tuve que soltarlo. Es como un niño este señor.

Algunas noches dormimos, cuando hay pocos gatos. Porque al señor le gusta mirar a los gatos por la ventana, no sé si los aprecia o, simplemente, los controla Y los camiones aparecen y desaparecen sin que yo vea a nadie que los maneje. Esto es todo muy raro.

Hoy no me pude acordar por qué vine hasta acá. Miro la ventana de mi habitación con un poco de nostalgia ahora. Tengo ganas de decirle al señor que lo abandono, con sus gatos y su arroz. Con mis preguntas y sus respuestas que no existen.

Me armé de coraje y volví a la habitación de hotel. No dije nada, solo me alejé cuando el señor de la casucha salió con las bolsas, a buscar a los gatos. Atravesé la puerta giratoria y el hombre de la recepción estiró el cuello como para preguntarme algo. Yo saqué de mi bolsillo la llave magnética y se la mostré, ofendido por su desconfianza. Tomé el ascensor y caminé por los pasillos.

La habitación estaba igual. Lo primero que hice fue ir al baño, me quería ver en el espejo. Me encontré flaco, peludo y de tonalidad grisácea. Una inusual cantidad de champús y jabones se acumulaban en una hilera al costado de las canillas. Como si la gente de la limpieza los hubiera seguido poniendo día tras día. Pero nadie los usó.

Tenía 422 correos electrónicos que no abrí. Fui hasta la ventana para mirar de nuevo al espacio vacío y a los camiones. No encontré la casucha, me di cuenta de que ya no me era tan fácil orientarme desde acá arriba. Un camión me vio y me pareció que se escondía detrás de los otros. Fue yendo marcha atrás, lentamente, hasta quedar tapado.  Detrás de los camiones, volví a ver el cementerio. No había nada más.

Estoy pensando que todo esto parece una locura. Ahora que estoy limpio, afeitado y que hace días que solo como carne, me entró la duda de lo que estuve contando. El terreno vacío, los camiones y la casucha (sí, la volví a encontrar) me parecen tan lejanos desde la habitación.

Hoy vi al señor, parado junto a los camiones. Miró hacia donde estaba yo, pero no saludó con la mano ni hizo señas. No hay nada que me indique si lo que conté fue cierto.  Ahora que volví a la habitación no sé si alguna vez fui hasta esa casucha o no. ¿Y cómo explico lo de los champús y los jabones? Ojalá me hubiera quedado esa maldita bolsa, me indicaría que no estuve alucinando.

Estoy mirando el cementerio por la ventana. Ya conté los árboles dos veces, y sí, son ciento diecinueve. Voy a esperar a que se haga de noche, para ver a los gatos saliendo de entre las tumbas. Tiene que ser verdad.

6 de abril de 2012

Los diferentes


Alba entró y se sentó en una de las sillas de plástico del fondo. No había demasiada gente todavía. Algunos estaban sentados y leían el diario o miraban al vacío. Otros tomaban café junto a la máquina que estaba en un rincón. Nadie hablaba con nadie.

De a poco todos fueron sentándose y se llenó la sala. Una mujer gorda con el pelo rojo furioso subió a la pequeña tarima que había frente a las sillas. Suspiró un momento y empezó a hablar.

Llevaba un buen rato en la reunión cuando se puso a mirar al resto de asistentes. Los había jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Era un grupo que no recordaba a nada, todos diferentes. Miró al chico que tenía sentado al lado, parecía un adolescente con el pelo sucio. Vestía de calle, jeans y un abrigo. A Alba le sorprendió que no se hubiera sacado la campera porque hacía bastante calor en la sala. El chico tenía cara de fastidio y, con el abrigo puesto, parecía a punto de irse.

-¿Qué mira, señora?- dijo, de repente. La miró solo de reojo.

-Nada, querido, disculpame. No te miraba por nada en particular.

Alba se encogió de hombros y volvió la vista al frente, a la señora gorda que seguía hablando.

A la tercera o cuarta reunión, vio que el chico se sacaba la campera y la ponía a un lado. Pareció que ya no quería salir huyendo. Una y otra vez volvía a encontrarse con él en las reuniones, pero no se sentaban cerca. Un día coincidieron en la máquina del café, antes de empezar la sesión, y Alba quiso hablarle.

-Venís siempre, ¿no? –empezó, -la primera vez te sentaste al lado mío.

-Sí, me acuerdo -dijo él con poco interés, sin mirarla.

-¿Cuántos años tenés? Me hacés acordar a mi hijo, que vive en New York -insistió Alba, y luego pensó que había metido la pata, por la cara que puso él. Pero después el chico se rió y unas arrugas le aparecieron en los costados de los ojos. A Alba le pareció un poco más viejo. También vio que le faltaban algunos dientes. Deseó que él no notara la repulsión que eso le produjo.

-Bueno, usté no se parece en nada a mi vieja- siguió sonriendo- pero si le viera los collares y los anillos, se los afana. De una.

Alba se asustó un poco. El chico la miraba sonriente, después se dio vuelta y fue a sentarse.

Siguieron viéndose en las reuniones durante muchos meses. Alba se acostumbró a su forma de hablar, a los huecos de los dientes desaparecidos y a la misma campera, siempre la misma. Cuando ya casi terminaba el año, él vino a sentarse al lado de ella. Le preguntó “¿Cómo anda, doña?”. Pero ella tenía un mal día y no le contestó. Él se dio cuenta, y se quedó ahí en silencio durante toda la reunión. De camino al auto, se le acercó y le dio un papelito doblado.

-Tome. Si alguna vez necesita algo, mándeme un mensaje. No le prometo nada, porque nunca tengo guita en el celular. Pero si ando con suerte, me invita a tomar un café.

Y se alejó sonriendo, con sus huecos. Alba se quedó mirando el papelito, había un número anotado en letra minúscula y, abajo, un nombre: Javier.

Javier y ella no se hicieron amigos, no podían serlo. Pero una vez que ella tenía otro mal día lo llamó desde la barra de un bar. Y él la fue a buscar y tomaron café en Mc Donald’s.

Las reuniones duraron mucho tiempo más. Y ellos iban y venían, a veces desaparecía alguno por un tiempo. Y luego regresaba, abatido, y se sentaba al fondo del salón. Pareció que se pasaban la vida entre reuniones.

La vez que operaron a la hija de Javier, ella fue al hospital. Le dio un sobre con dinero y él lo aceptó. Después le mandó un mensaje que decía “La piba está bien, la salvamo”.

Y así fue, se hicieron compañía a lo lejos. Se entendían en las reuniones y también las otras veces, los días malos.

La tarde que enterraron a Alba, Javier lloró. Le dejó de recuerdo la campera, pero después volvió a buscarla, porque era la única que tenía.


4 de abril de 2012

Crónicas turcas: El aullido a la oración


Nuestra vida en Turquía sucede con apacible tranquilidad, cualquiera diría que nacimos acá. Si no fuera por esas pequeñas cosas… como el idioma, o las costumbres, o la religión. Bueno, tal vez nuestros días no sean tan normales pero, no me hago ni una pizca de problema. Es así. Y, además, tiene sus ventajas: siempre puedo escribir crónicas de todas esas cosas increíbles que pasan y (un gran beneficio de no hablar turco) no tengo que tener esas inútiles conversaciones con preguntas como “¿de dónde sos?” o “¿por qué viniste a vivir a Turquía?”.

No es que sea antisocial, que lo soy; pero es cansador andar contándole la vida de una a todo el mundo. En especial, a aquella gente que sé que no voy a volver a ver jamás. Como a los agentes inmobiliarios.


La mayoría las ciudades son un poco iguales, tienen sus sitios turísticos, sus barrios paquetes, sus zonas feas. Uno se siente incómodo hasta que tiene identificado todo eso. Y después aparecen esas rarezas de la vida local, que le recuerdan a uno que está en otro lado. Distinto.

El llamado a la oración y las siluetas de las mezquitas serían las primeras de esas cosas. El idioma, por supuesto. Que un día pasamos por el estadio del Fenerbahçe y había un partido solo para mujeres, eso es raro. También que, cuando pedimos las facturas (las tenemos que presentar para la empresa) nos dan un mini recibo microscópico que parece un chiste. ¿Será para ahorrar papel? Y la última rareza fue el cine.

Este domingo fuimos a un centro comercial llamado Capitol. Es gigante y muy bonito. Después de pasear de arriba abajo por sus cuatro pisos, de comer en el patio de comidas (yo comí algo turco pero Ale, qué barbárico, comió en Burger King) y de sentarnos a mirar el espectáculo de luces de la fuente, nos acercamos tímidamente al cine.

Un cine es un cine, ¿qué tan difícil puede ser? Así que allá fuimos y compramos las entradas y entramos a la sala y vimos la película. Hasta que se cortó y se prendieron las luces. Nos miramos con incredulidad porque tuvimos bastantes experiencias insólitas con los cines del mundo y, sin saber qué hacer, nos quedamos ahí sentaditos, como todo el mundo. Buscamos en internet (en internet está todo) la pregunta “cómo son las películas en los cines turcos”; descubrimos que tenían un intermedio de diez minutos para hacer pis o comprar cositas. Sacando eso, es un muy buen cine, con butacas cómodas y apoyabrazos donde caben dos codos. Excelente.

Tomamos un taxi una de estas tardes, para volver al hotel. A los pocos metros, el taxi se detiene y se sube una mujer, que empieza a hablar animadamente con el conductor, en turco. No sabiendo si reírnos o qué, nos encogimos de hombros y esperamos a ver qué pasaba. Dos o tres cuadras más adelante, se bajó la señora y el taxista la saludó como si nada. Digamos que acercamos a una pasajera unas cuadras. Que impunidad la del taxista, de enchufarnos una invitada así porque sí.


Aunque hubiera pensado que iba a escuchar el llamado a la oración todo el día, la verdad es que pasa bastante desapercibido. Solo tenemos una mezquita realmente cerca, la del cementerio. Y, ya que lo menciono, el de Ahmet Karaca es el cementerio más grande de musulmanes de Estambul. Es, verdaderamente, inmenso. Está dividido en partes, ya que de estar todo junto impediría el tránsito de manera brutal. Cada sección se encuentra rodeada de un muro con pequeñas columnas de piedra. Mientras escribo estas palabras, las están limpiando con esas máquinas de aire comprimido, así que pasan de ser de un color arena y verde musgo, a un blanco reluciente. Va a estar bueno mi cementerio.

Además, por ser tan grande y curioso, es un punto de referencia. Al menos para nosotros, que vivimos en el inestable equilibrio entre estar un poco orientados o definitivamente perdidos. Cuando vemos aparecer los muros del cementerio, sabemos que estamos llegando a casa.

El llamado a la oración, para aquellos que no lo conozcan y con perdón de la comunidad musulmana, son unos cantos desafinados que duran unos minutos y se transmiten por altoparlantes puestos en las torres de las mezquitas. Hacen las veces de nuestras campanas de la iglesia, llamando a los musulmanes para se pongan a rezar.  Esto sucede cinco veces por día. La primera oración se realiza poco antes del amanecer y dura hasta que sale el sol. Y la última es ya de noche.

Este llamado a la oración congrega a los musulmanes y a los perros del terreno de en frente, que se ponen a aullar en una ronda con cada llamado. Incluso empiezan a aullar justo antes de que lo haga el muaddin. Es muy gracioso. Cuando terminan los cantos, los perros se quedan ahí como pensando “¿ya está?”, y tardan un rato en volver a echarse.

Alguna gente me dijo que los tranquilizaba escuchar estos cánticos. Yo no sé como eso puede tranquilizar a nadie. Los muaddines desafinan en serio y además, es a propósito. Es como la gracia del cántico. Leí que los cantos flamencos venían de ahí… Y podría ser tranquilamente, tienen el mismo estilo. Pero por acá se escuchan como desde lejos. Molestan más las bocinas de los barcos (¿se llaman bocinas?) que suenan cada tanto cuando se acercan a la orilla. Y esas sí, retumban por toda la habitación.


El idioma es todo un asunto, por más que distingamos algunas palabras. Descubrí que la clave es tener paciencia y no intentar aparentar ser turco, porque, aunque parezca una locura, éste es el primer lugar donde nos confunden con locales. Y, por acá, todos son muy conversadores.

Los turcos están lejos de ser esos señores con piel aceituna y grandes bigotes que se nos instalaron en la mente vaya uno a saber cuándo. Aunque también los hay de ese estilo, son más parecidos a los europeos. Tal vez no a los alemanes, pero a los mediterráneos en general. Entonces, nos mezclamos entre ellos sin destacarnos demasiado. Tan diferente de México y Perú, donde andábamos como con un cartel en la frente… ¿quién lo iba a decir?

Un fin de semana me tocaron salidas típicas con el grupo de los españoles, el nuevo gueto. Fuimos a comer a un elegante restaurant en el centro, donde nos reímos de los bollos idiomáticos que se nos están haciendo en el cerebro. En la mesa se oían frases como “no propin” (para referirse a que no iban a dejar propina) o “more pain” (para pedir más pan). Palabras que, o no pertenecen a ningún idioma, o usan varios idiomas a la vez… lo que no ayuda al entendimiento. No sé si no será más útil olvidarnos alguno de los idiomas que sabemos antes de ingresar uno nuevo. Más que bilingüe, me siento trabilingüe.

Con la comida tenemos más suerte que con el idioma porque, en general, hay fotos de los platos más frecuentes. Así que, al menos, vemos si lo que vamos a comer es un omelette o un sándwich. Eso es algo. Y cuando la carta está totalmente en turco, buscamos entre el menú, alguna palabra que sepamos, como “tavuk” (pollo) o “et” (carne). ¡El resto es sorpresa!

Cuando fuimos una noche a cenar pescado, al barrio de Moda, Ale preguntaba “¿qué es esto?” y le respondían. En turco. Por supuesto que no entendíamos una palabra de la respuesta. Así que era un esfuerzo en vano, totalmente. Lo destacado de aquella noche fue que yo pedí más pan y un tenedor. Qué lujo. ¡No me van a embromar con los cubiertos a mí!


Para hacer los trámites de la residencia nos pidieron fotos, dieciséis cada uno. Las deben coleccionar. Así que fuimos a la casa de fotografía más cercana pero mi marido no me dejó leer antes mi “Guía de Turco”(y eso que había una página dedicada a la visita a la casa de fotografía más cercana) y entramos así nomás. Sin preparación. Imposible, después del “Merhaba” (hola) empezamos a señalar las fotos carnet como los monos. Los bueno es que, cuando uno quiere comunicarse, lo logra. Y también que el fotógrafo hablaba un poco de inglés. Un rato después, salimos con las dieciséis fotos y una factura muy razonable (de precio, el tamaño era miniatura).

Viajamos a Ankara a hacer los trámites. Fuimos y vinimos en el día porque el vuelo dura solo cuarenta minutos. Nos esperaba un auto en el aeropuerto. Lo primero que me sorprendió de Ankara fue que había nieve por todos lados. Y en medio de las grandes extensiones nevadas, algunos grupitos de edificios. De a dos o tres, como saliendo de la nada. Y, más importante, a los que no parecen llegar caminos ni rutas. Insólito. Es que el crecimiento urbanístico de la ciudad está yendo un poco desparejo.

También vimos muchos edificios administrativos, como ministerios y sedes del gobierno, pero el centro de Ankara no me pareció demasiado lindo. Si tuviera que compararlo con algo, diría que es similar al barrio porteño de Once, con apretados edificios de departamentos, muchos negocios con sus productos en las veredas, y puestitos para comer cosas en la calle. No voy a criticar mi queridísimo barrio de Once pero convengamos que tiene una belleza exótica, no es para hacer turismo precisamente.


De vuelta en Estambul. Algunos de los barrios del lado asiático, a contrario de lo que se pensaría, son más occidentales que los del lado europeo. Pero no este barrio en el que estamos ahora, el de Üsküdar, que no es turístico y sí,  francamente, un poco feo.

Luego, bajando por el lado asiático, paralela al Bósforo, hay una calle comercial muy linda, llamada Bagdat Cadesi, que cruza los elegantes barrios de Caddebostan y Suadiye. En esa zona, Estambul se parece al barrio bonaerense de Palermo. Tiene todas las tiendas internacionales, restaurantes para cada gusto, mesitas en la calle, árboles y flores, y edificios de departamentos paquetes. Es de esas zonas lindas que tienen todas las capitales del mundo. Donde vivir es caro y confortable, y muy pocas cosas le recuerdan a uno el país en el que está.

En estos barrios tan bonitos viven los gatos. Muchos, miles de gatos. Es increíble la cantidad de gatos y de pájaros que contiene esta ciudad. Lo de los pájaros lo entiendo, teniendo tanto puerto y tanto barco, se esperan tantos pájaros. Pero los gatos, no sé. Vi a unas cuantas señoras alimentando gatos al azar, puede que tenga que ver con eso.

Almorzamos en Bagdat Cadesi y miramos departamentos en busca del nuevo hogar. Vimos algunos muy lindos… Uno colorinche y decorado como si Federico Klem hubiera peleado con Marta Minujín. Y algunos verdaderamente feos. De esos que, ni bien uno abre la puerta, tiene ganas de volver a cerrarla. Además, como nos es tan dificultoso comunicarnos a veces, poco importaba que les dijéramos que no nos llevaran a ver cosas sin ascensor. Así que nos limitábamos a entrar en los departamentos erróneos y a desempeñar esa pequeña obra teatral que consiste en decir “pero qué hermoso”, “si obviamos los agujeros, está lindo el living ” y “me gusta el inodoro en diagonal, te da otra perspectiva”. Nos terminábamos riendo, para variar. Si igual no entendían nada.

Confío en el criterio de mi marido, que tiene en mente una cosa y vaga por los departamentos en busca de ese “algo”. Porque yo tiendo a odiar (o, mejor dicho, me da lo mismo) cualquier clase de casa o departamento en el que tenga que vivir, al menos durante las primeras semanas. Después se va convirtiendo en un hogar, y eso ya lo arregla todo.