26 de septiembre de 2011

Crónicas caribeñas: De vuelta al paraíso

Ni haber vivido en Mercedes ni llevar prácticamente un año en las resequedades ibéricas podían haberme preparado para la ola de humedad que nos azotó cuando llegamos a la puerta del avión.

Afuera, la República Dominicana. Más específicamente, Punta Cana. Colón no lo sabía pero había descubierto la tierra de los resorts paradisíacos.


Bajamos del avión apantallándonos con cualquier cosa que tuviéramos a mano. En el aeropuerto, lo más parecido a un quincho de palmeras, una larga cola de turistas playeros desembocaba en el puesto para pagar las tasas. 10 dólares o 10 euros (de vacaciones el cambio justo no existe). De ahí a recoger las valijas, los que las tenían… nosotros, que viajamos a Rusia en invierno con solo una valija de manos, con un dedo acarreábamos la misma por el aeropuerto. Es más, llevaba cosas que no iba a usar.

En el colectivo que nos llevaba al hotel, nos dieron la bienvenida un dominicano al que no le entendimos mucho y un sinfín de bachatas caribeñas. Sufren por amor también en el Caribe, desde ya les aviso.

No puedo decir que haya visto por la ventana más que algunas casitas blancas y millones de palmeras formando bosques, también llamados palmares (como el de Colón, cuando no se incendia).

El autobús se detuvo. El Natura Eco Park Resort, nuestro hotel (al que, debo decir, no le teníamos demasiada fe porque todo nuestro paquete vacacional era sospechosamente barato) nos sorprendió muy felizmente. En la gran recepción, una construcción de madera con techos altísimos pero sin paredes, nos recibió otra cola: el check in.

Por defecto los empleados del hotel, nos hablaban en francés. Esas ocasiones fueron las únicas en que usé la mente, en una semana de vacaciones.


El clima cerca del mar es el peor para conservar las cosas. Parecería ser que la naturaleza recordara su facilidad para destruir lo que el hombre construyó. Lo sé porque tuve la suerte de vivir a escasos metros del mar. Prueba de ello son mis múltiples portarretratos corroídos por el salobre y mi calentador de agua de acero (que no resultó ser tan inoxidable como decía la caja).


Este hotel estaba construido, principalmente, en madera, aquello que soporta mejor las condiciones meteorológicas del lugar. Especialmente la humedad, que se adueña absolutamente de todo lo que llega hasta estas latitudes. Se agradece el aire acondicionado en la habitación para, al menos, hacer el intento de secar las cosas. Ale se mojó las zapatillas el día que llegamos y estaban todavía húmedas cuando dejamos la República Dominicana.

Como la mayoría de los resorts en Punta Cana, el hotel estaba formado por una especie de pequeños edificios de 2 o 3 pisos, que concentraban unas 30 habitaciones cada uno. Las habitaciones, inmensas, muy cómodas. Con un balcón desde donde mirar las palmeras. Y el detalle: las señoras de la limpieza decoraban con flores naturales, los pliegues de las sábanas, las toallas, hasta el rollo de papel higiénico. Un pequeño lujo.


Esta porción del mundo parece ser perfecta por su clima, cálido y húmedo todo el año. El hotel era pura naturaleza. Por los jardines, caminando hasta la playa, había todo tipo de vegetación tropical (unas palmeras en forma de abanico que no había visto nunca), además de lagos, patos, flamencos, tortugas, flores y más palmeras. Un mini ecosistema privado maravilloso.


Todo esto en medio de una geografía paradisíaca: interminables playas de arena blanca y fina como la harina, bordeadas de palmeras (no puede haber mejor combinación para el relax). Destacando especialmente el mar Caribe: cálido pero refrescante, transparente, celeste, con ondulantes bancos de algas que cambiaban el color del agua.

Así que ya teníamos el clima correcto, ideal para estar flotando en el mar; la flora y fauna caribeña; y la habitación con aire acondicionado y vistas. Que faltaba para hacerlo perfecto? El sistema all-inclusive (todo incluido). Y cuando digo todo, me refiero a todo… nada de eso de “bebidas aparte”, ni de propinas, ni ocho cuartos. Todo incluido, un festín para la imaginación.

Un buffet principal, con comida internacional y todas las noches un tema diferente; tres restaurantes de comida a la carta, cinco bares, de los cuales uno estaba en la playa y otro adentro de la pileta; un buffet de mediodía y un puesto de hamburguesas y panchos en la playa… es fácil entender nuestra preocupación: qué comer. Todo incluido.

Los primeros días fueron decadentes. Eso es, una vez vencido el miedo (a que tal vez no esté todo incluido), la barrera del decoro (que nos frenaba de los abusos), y el íntimo convencimiento de no colaborar con nuestra correcta alimentación… Era dejarse llevar por los instintos nutricionales más básicos: pancho a las 3 am, por qué no? Mojito a las 9 de la mañana? Claro!

Cuando no comíamos, estábamos tirados en una reposera mirando el horizonte, o flotando en el mar mientras los peces nos nadaban entre los pies, o tomando un trago en la pileta, contemplando la hermosa fauna turística que nos rodeaba.


Naturalmente, el hotel estaba habitado por una gran mayoría española (con sus dosis de topless reglamentario), que había trasladado su actividad habitual veraniega (caña y tapita en el bar de la esquina) a las aguas caribeñas. Las minorías que seguían eran, sorprendentemente, rusos; luego franceses, portugueses y algunos americanos.

Al segundo o tercer día, empezamos a descubrir que sucedían otras cosas en el hotel además de comer y retozar como lagartos. Un extenso horario de actividades de todo tipo (juegos, deportes, bailes, concursos) que abarcaba el día entero; tanto para el que quería participar, como para el que solo quería mirar. Entretenimiento 24 horas a cargo de unos dominicanos de lo más simpáticos y, sobre todo, muy cancheros para tratar a la gente.

Alejo, obviamente, se quitó del reposo absoluto y se dejó absorber por la multiplicidad de actividades… tentado especialmente por aquellas que involucraban una pelota. Voley, waterpolo, merengue, aerobics en la playa, concursos varios, aquagym, fútbol. Los juegos empezaron a superponérsele y se quedó sin hacer arco y flecha. La próxima, mi cielo.

Yo, animadora de corazón, de a ratos levanté mi vista de la lectura para observar a mi marido corretear por ahí. Lo que hace una por amor.

En el pico de la actividad frenética, un día fuimos a hacer snorquel. Divino, vimos cientos de peces de colores que se acercaban a comer de nuestras manos y nadamos por el arrecife de coral maravillados por las profundidades. Mi esposo podría contarles que yo flotaba por ahí saludando a los peces. Nada más alejado de la realidad, estaba intentando tocarlos y esa es mi versión oficial.

Cuando llegaba la noche, todos aparecíamos lindos y bañaditos para cenar. Temprano, porque después venía el espectáculo (todas las noches había uno diferente) que nos hacía llorar de risa y pasar un rato genial. Más tarde, música y baile. Eran días agotadores… nos arrastrábamos hasta la habitación a altas horas de la madrugada.


Pero, por qué vamos a Punta Cana? Por qué contingentes enteros de gente de todos lados del mundo nos subimos a un avión, de dudosa seguridad, y hacemos muchas horas para llegar a tal destino? La respuesta es una palabra: vacaciones.

Es verdad que uno viajando siempre la pasa bien, se divierte y conoce cosas interesantes. Pero todo eso no es descansar. Punta Cana para nosotros, fue sinónimo de vacaciones de verdad. Descanso y recreación en cuerpo y alma. Sin preocupaciones. Sin billeteras. Vacaciones para la mente. Vacaciones totales.

23 de agosto de 2011

Crónicas españolas: Se trata de no extrañar La Bristol

Érase un fin de semana que pintaba aburrido. Mi familia política se asoleaba en las playas turcas, nuestros amigos en las valencianas. Nosotros retozábamos en el sillón. Lo más acuático que nos rodeaba era el inodoro. Y no es que a alguien le apetezca visitar el inodoro sin razón. Bueno, excluyo a algunos hombres de mi familia, para los cuales ir al baño ya es un motivo de esparcimiento en sí. Bien por ellos!

Desde lejos me gritaba mi amiga Belén y su marido, que estaban entrando en España después de un viaje por Italia y Francia. Terminaban sus vacaciones en un pueblito de la Costa Brava, que son las playas que quedan al norte de Barcelona.

“A cuánto queda Begur de Madrid?”- le pregunté inocentemente a Ale en el sopor de la tarde del jueves. “7 horas aprox., por?”-me respondió, sin entender mi interés por la localidad de Begur. Solo faltó que le dijera que ahí estarían mis amigos ese fin de semana, para que pusiera en funcionamiento un hermoso plan chinoide, de esos que tanto le gustan.

Llamamos a 400 hoteles en la zona, ninguno tenía disponibilidad (Agosto es acá, como Enero en la Argentina, no queda nadie). Finalmente, gracias a la insistencia de mi querido esposo (yo ya me había abandonado al destino), encontramos un camping. No quedaban cabañas ni mobil-homes, solo parcelas. Con la parcela asegurada, nos faltaba la carpa.

Salimos en busca de la carpa (tienda de campaña) a las 17 hs del viernes. Carpa, colchonetas, mochilas hechas, víveres para las 7 horas de viaje. A las 4 am del sábado salimos hacia la Costa Brava. 7 horas y media después (aprecien el cálculo del plan chino, no es así nomás) entrábamos en el camping y colocábamos nuestra bella carpa. Era de esas que les soltás un seguro y paff! se abren solas, así que la mayor dificultad fue clavar las estacas y, mucho después, leer las instrucciones para plegarla de nuevo.

Pasado el mediodía nos hallábamos listos para ir a la playa a encontrarnos con nuestros amigos. “Encontré en internet una playita re linda y muy íntima”-dijo Alejo lleno de ilusión. Parece que a otros millones de turistas también se les había ocurrido buscar en internet, porque hasta nos encontramos con atasco en la cola para el parking de la playa.


La playa de Aiguablava y casi todas las demás de la Costa Brava, no son playas como las del Mar Argentino. Son más bien bahías pequeñas, “calitas” las llaman acá, a las que se llega por caminitos que bajan desde las rutas. Es una geografía con acantilados y muy verde. Y cada tanto, uno se encuentra con estas playitas, en medio de las montañas y la vegetación. Es precioso! El agua es muy azul, cristalina y, para mi sorpresa, bastante fresca. En algunas hay arena y en otras piedras.

En Agosto, en todas hay millones de personas. En el reducido espacio de arena de Aiguablava se aglomeraban unas cuantas decenas de bañistas con sus equipos playeros. Las horas anteriores al almuerzo (que acá es entre las 14 y las 15 hs) fueron las peores, se dificultaba llegar al agua sin levantar con los pies esas olitas de arena que tanto molestan a los que están tomando sol. Después, todo se relajó un poco y disfrutamos de una hermosa tarde de playa.


Además muy amena, sobre todo para los maridos, gracias a la cantidad y variedad de topless. El topless es algo normal en las playas españolas. No lo hace todo el mundo, diría que un tercio… obviamente que a uno le gustaría que ese tercio incluyera solo a las mujeres jóvenes y bellas, lamentablemente no es así. Más de un susto se llevaron los curiosos cuando salieron del agua y vieron bambolearse unos pechos fuera de época. Para todos los gustos. Lo que es yo, personalmente, no le veo la necesidad… Poca diferencia existe ya entre las mujeres españolas modernas y las fotos que salían en la National Geographic en el 1970. Estamos copiando actividades aborígenes. Vamos rumbo a los indígenas de nuevo?

Repuesto uno de los topless, todavía le queda lidiar con la gente que se cambia en la playa. Qué clase de personas va a la playa sin la malla (traje de baño) puesta? No tiene explicación posible. Sencillamente, la gente grande (en general la 3era edad es la que juega a esto) llega a la playa, se baja los pantalones y, luego de enseñarle su trasero y demás partes impúdicas a toda la playa, se pone su bañador. Es verdad que después de eso, el topless no parece la gran cosa, es como si simplemente olvidaran ponerse una parte.

En fin… alta diversión en la playa. Luego de unas cuantas horas de conversación ininterrumpida y algunos mates, nos separamos para acicalarnos antes de cenar. Unos se dirigieron a su hermoso hotel con vista a los acantilados y otros, al camping. Bueno, no me puedo quejar porque el agua salía hirviendo cuando me bañé y eso ya es algo.

A la noche cenamos en un restaurant precioso donde comimos especialidades españolas. Era buffet libre, así que los hombres se encargaron de dejar en peligro de extinción a los langostinos locales. Con las panzas llenas, salimos en busca del entretenimiento nocturno en el pueblito de Begur. No parecía estar en ningún lado, ni gente, ni joda. Ante la insistencia de mi amiga, (que declaraba una y otra vez haber visto fotos de vida nocturna) estacionamos el auto y nos metimos por las callecitas peatonales que llevaban al centro de Begur.

Grande fue la sorpresa cuando empezamos a encontrar gente y diversión a la vuelta de la esquina. Todo el pueblo y sus alrededores parecían haberse congregado en las pocas cuadras que conformaban el centro. Las mesitas de los cafés y bares que daban a la plaza estaban abarrotadas. Una orquesta de jóvenes tocaba canciones locales mientras la gente no se animaba a dar comienzo a los bailes. En un abrir y cerrar de ojos se habían formado varias rondas de personas que empezaron a bailar danzas típicas, solo comparables con las de los griegos. Los círculos se agrandaban y se achicaban, giraban para un lado y para el otro, y al final de cada baile, gritaban todos juntos alguna palabra incomprensible. Nos sentamos en una mesita a tomar sangría mientras contemplábamos la maravilla de espectáculo. La gente parecía divertirse, aunque no supieran bien los pasos, y nosotros con ellos!


El día siguiente también comenzó en la Playa de Aiguablava, pero esta vez decidimos hacernos los aventureros e ir en busca de otras “calitas”. Nos recomendaron dos, una que no nos gustó demasiado, no había arena, solo piedras. La otra resultó hermosa, llamada Sa Riera. Mucho más amplia pero también en forma de bahía, con casitas de colores enclavadas en las montañas que nos rodeaban y barquitos blancos ondeando con las olas. Otra tarde de playa, de topless y de mar.

Quisimos sacarnos una foto los cuatro, le pedimos a un pelado que tomaba sol junto a su novia. En cuanto el muchacho calvo accedió, saltó como un trampolín la novia diciendo que ella nos acomodaba para la foto. Obviamente, estaba en topless. “Tú te pones aquí, y tu allí…”- nos daba instrucciones la joven libre de corpiños. Inclusive se acercó a Beli a decirle que tenía un bonito cabello y se lo peinó un poco. Sin terminar de entender qué papel jugaba la chica semidesnuda, e intentando contener la risa, salió la foto. Si habremos quedado en estado de shock que caminamos unos 20 minutos en la dirección incorrecta, sin encontrar el auto.


Con solo un poquito de la tristeza de las despedidas y maravillados de haber podido encontrarnos en tan remoto lugar, nos echamos a la ruta para volver a Madrid. 7 horas y media después, y una breve parada en Mc Donalds (angustia fue descubrir que en mi pedido para llevar se habían olvidado mi Big Mac… ah la desdicha!), llegamos a casa. Agotados pero felices de haber pasado un fin de semana inolvidable… aunque ahora suframos el hostigamiento de nuestros maridos para que hagamos topless. Lo que hay que vivir!

22 de agosto de 2011

Crónicas españolas: Bienvenidos al segundo mundo

Cuánto me gustaría que España fuera el primer mundo! En una clasificación tradicional de “primer mundo” o “tercer mundo”, definitivamente entraría en el primero. Pero me parece demasiado amplia. Si fuera por mí, habría cinco “mundos”. Y España no sería el “primero”, sería el “segundo”.

Tiene algunos problemas. Quién no? Un poquito de economía, otro de educación (sobre todo, teniendo en cuenta la cantidad de razas que hay acá mezcladas), un tanto de soberanía y una pizca de “cojones”. Nada que no se pueda solucionar. Nada digno de una revolución, ni de pasarse al régimen comunista que tan bien le funciona a Cuba.

Pero, si de reivindicaciones y revoluciones hablamos, acá tenemos a los indignados. No saben bien qué es lo que quieren, están un poco aburridos. Los hay antiabortistas, ecologistas, anarquistas y progresistas. Se embanderan con términos como “Revolución social”, “Ir contra el sistema” y “democracia justa” que no sé lo que significarán. Qué corno se supone que es el “sistema”?

Y yo también estoy indignada! Y les voy a dar un tema para indignarse: Ver películas y series dobladas al español. Eso sí es inaceptable, innegociable, imposible. Que pasa con la sociedad española? No se dan cuenta que la mafia del doblaje los está controlando y no quiere que ustedes aprendan, finalmente, algo de inglés? No es ese un “sistema” contra el que vale la pena luchar? Parecería que no. El 98% de los cines en España pasan las películas dobladas. Los que tienen las versiones originales, son pocos, feos y casi sin inclinación… asunto altamente importante para una persona de baja estatura como yo. Pero, no estoy sola, me apoya la familia real. Tanto que se los ha visto a el príncipe Felipe y a Letizia en el mismo cine al que vamos. Que nivel, por favor! Eso sí, que no me toque su majestad adelante mío, porque no voy a ver nada.

Otro asunto que me ha llamado la atención durante este verano español: los uruguayos. Están metiéndose lentamente en la intrincada red de esparcimiento madrileña. Controlan las piletas. No hay piscina (como dirían acá) que no tenga un guardavidas uruguayo. Vienen de la banda oriental y están ahí, controlándonos, decidiendo quién vive y quién se ahoga. Es insólito. No le temamos a los chinos, he aquí un verdadero problema.

Después ya hay temas que yo, personalmente, necesitaba aclarar. Temas que parecen de película. Yo pensé, tenía entendido, que a la gente de raza negra no se le podía decir “negro”. Tampoco sabía cómo decirles. Ni “moreno”, ni “morocho”, ni “de color oscuro”, parecían aplicarse correctamente. “Afroamericanos”? No, no estamos en América. Eran una raza innombrable para mí, como Voldemort. Tampoco es que hubiera tenido demasiada necesidad de nombrarlos. En Argentina, México y Perú, no abunda la raza negroide. Pero llegué a España. Acá los hay. Cómo les llaman? Negros. Ajá… Me han simplificado la vida, gracias.

20 de julio de 2011

Crónicas italianas: Flor de ciudad

(Este artículo salió publicado en el diario La Nación, sección Turismo, el domingo 2 de Octubre de 2011, en la edición impresa.)

Otra vez las rueditas de mi valija recorrieron calles de adoquines hasta llegar al hostel. Ale, que se dedicaba a charlar en italiano con cuanta persona le prestara atención, se quedó hablando con alguno. Y yo, que no entendía nada más que palabras sueltas me busqué una actividad más digna que asentir y sonreír mientras mi mente nadaba en la ignorancia idiomática: estudiar el mapa de Florencia.

En plena región de La Toscana, a la que tal vez hayan visto en algunas películas (“Bajo el sol de la Toscana “o “Un paseo por las nubes”), tierra de viñedos, quesos y deliciosas comidas, se ubica la ciudad de Florencia. Una miniatura de Roma, más bonita y fácil de recorrer.

En mi mente buscaba alguna imagen de Florencia, una foto, algún monumento… algo que esperar. Solo me devolvió un mísero recuerdo: la escultura de un hombrecito gordo sentado arriba de una tortuga, en una fuente, que había visto en los libros de fotos en mi casa. Eso era todo lo que mi cerebro había guardado sobre Florencia.

Por esto mismo, no sorprende imaginar que me quedara de piedra cuando dimos vuelta a una esquina y se apareció ante mis ojos el Duomo (Catedral). Inmenso, totalmente cubierto de mármoles de colores, extraordinariamente detallado. El conjunto arquitectónico, está compuesto por el Baptisterio de San Juan, que es una especie de edificio octogonal que queda en frente, en el que destacan las puertas de bronce con escenas de la vida de San Juan Bautista; la Catedral Santa María del Fiore (de la flor), creada para superar a las catedrales de Pisa y Siena, es famosa por su cúpula, aunque lo que realmente me maravilló fueron los colores de los mármoles que la recubren: verde, blanco y rosa; y el Campanile (campanario) que es una torre fuera de la iglesia pero decorada de igual manera.


Todo junto resulta alucinante. Después me di cuenta que este estilo arquitectónico gótico-renacentista, proliferó mucho en Florencia y se lo puede ver en varias iglesias. Para mí fue una novedad: iglesias de colores pasteles.

El centro histórico de Florencia es peatonal. Y si no lo es, lo parece. Caminamos por una de estas anchas calles peatonales, entre tiendas de moda, negocios de gelato e iglesias antiguas. Nos desviamos porque nos llamó la atención una calesita, de esas antiguas, con los caballos pintados de colores. Llegamos a la Plaza de la República, un lugar con aires franceses, con un gran arco abriéndose paso entre los históricos edificios que rodean la plaza.

Tal vez uno de los puntos más destacados de la ciudad sea la Plaza de la Señoría, donde se encontraba el corazón del poder civil y social de Florencia. A primera vista llama la atención el Palacio Vecchio (viejo) que se alza como una estructura fortificada medieval con una torre de 96 metros. Una bonita fuente con Neptuno y varias esculturas decoran la entrada al palacio. Una de ellas, la reconocí en seguida, una réplica del David de Miguel Ángel: una escultura limpia, prolija, sin demasiadas ínfulas… me gustó.


Frente al Palacio Vecchio hay una especie de galería de esculturas, rodeada de columnas, llamada Loggia dei Lanzi. La pieza más hermosa es la estatua verde de Perseo. Pero, la gracia de esta galería, dista mucho de ser el arte. Parece ser que allí no se puede comer, un gran cartel en la entrada lo anuncia bastante claramente y, un guardia de seguridad es el encargado de hacerlo cumplir. Ahora, en el centro neurálgico de Florencia, donde todo ocurre, con 35° de calor, uno se compró un helado o una porción de pizza y, qué busca? Un lugar a la sombra donde sentarse. Las escaleras de la galería resultaban irresistibles.

Nos divertíamos descubriendo gente que comía antes de que el guardia echara a correr hecho una furia y gritando improperios en italiano. El señor se tomaba muy enserio su trabajo. Llegaría a su casa agotado. Llorábamos de risa cuando un chino sacaba una mandarina y el guardia tomaba carrera. Un señor se sacó el sándwich de la boca, estaba casi masticado. Más de uno se tragó el chicle para no tener problemas. Que espectáculo!

Desde la Plaza de la Señoría hasta el río Arno, hay solo un par de cuadras. Atravesamos el patio de la Galería Uffizi, un palacio inmenso que contiene una de las colecciones de arte más importantes del mundo. Si bien los museos de arte no son mi cosa preferida, vale la pena entrar en esta galería para ver “El Nacimiento de Venus”, la pintura de Botticelli, tan famosa como bonita. También son muy lindos los corredores del primer piso del palacio, con suelos blancos y negros, techos decorados con frescos que ilustran las ciencias y con esculturas de la época de los Médicis.

El río Arno corre lentamente, ancho y denso, con tan poca elegancia como el río Luján, pero en Italia, que es otra cosa. Las vistas son hermosas, de todos modos, porque la línea de edificios de colores terrosos, con balcones de hierro y techos rojos, se refleja en el agua. Ideal para la pintura, parece una ciudad pintada en un lienzo.


Un poco sin saber lo que era, me encontré con el Ponte Vecchio (puente viejo, no “bellio”), el más antiguo de toda Europa. Un puente medieval que se ve como una sucesión de casitas de colores, medias feúchas, con tres arcos en el centro. Cruzándolo, descubrí que es de adoquines, y a cada lado tiene una hilera de estas casitas, que son joyerías muy elegantes. En el centro, donde están los arcos, se ve el río a uno y otro lado. Un momento fotográfico, helado en mano, como corresponde a un paseo italiano en verano.

Del otro lado del Ponte Vecchio, caminamos por callecitas intrincadas hasta llegar al Palacio Pitti (la familia enemiga de los Médicis), al que íbamos para visitar los Jardines de Bóboli, rediseñados por los Médicis, luego de comprarles el palacio a los Pitti. En él hay todo tipo de fuentes y esculturas hermosas, entre ellas, la del hombrecito gordo sentado arriba de una tortuga (aunque nunca la vimos). También en estos jardines, en un graderío con forma de teatro romano, se celebraron las primeras óperas de la historia.


Volviendo de los Jardines de Bóboli descubrimos unas curiosas placas en las paredes de los edificios. Variaban en su altura, algunas estaban puestas a un metro y medio del suelo, otras pasaban los dos metros. “El 4 de noviembre de 1966 el agua del Arno llegó a esta altura”, rezaban las placas, recordando la gran inundación que sumergió a media Florencia. Impresionante imaginar la ciudad bajo el agua.

Esa noche nos dedicamos a las exquisiteces de la cocina florentina: “crostini di fegatini”, unas tostadas con una preparación de hígado de pollo y cebollas; absolutamente deliciosas. Y “stracotto al barolo”, estofado de ternera al vino; espectacular, se deshacía en la boca. Todo esto, sentados en las mesitas decoradas con velas, de un restaurant típico, en una placita en algún lugar del centro de Florencia.

Un día de estos de 30 grados que nos estaban haciendo, me tuve que poner el cárdigan para entrar al Duomo. Y después sacármelo para subir los 800 millones de escalones hasta lo alto del campanario. No terminaban más esas escaleras de piedra, angostas… pero cuando llegamos arriba, una vista impresionante de la ciudad nos esperaba. Además de ver en todo su esplendor la cúpula de la catedral, vimos la extensión enmarañada de techos de tejas rojas y edificios añejos que es Florencia, una inconfundible ciudad de la Toscana.

En la Iglesia de la Santa Cruz, visitamos tumbas de famosos artistas, como Dante Alighieri y Nicolás Macchiavello. Unos helados después, emprendimos una larga caminata donde volvimos a cruzar el Ponte Vecchio, recorrimos la margen opuesta del río Arno y subimos por otras interminables escaleras (un día excelente para los glúteos), ésta vez al aire libre, que nos llevaron hasta lo alto de la Plazoleta de Miguel Ángel. Desde allí arriba se ve la antigua muralla que protegía la ciudad, el Arno con todos sus puentes, también la cúpula de la Catedral y la altísima torre medieval del Palacio Vecchio. Una vista encantadora y el lugar para la foto perfecta de Florencia.


Para reponer energías, más delicias florentinas; tantos escalones hubieran resultado inhumanos si no cenábamos unos “spaghetti fungui porccini” para compensar. La paz llega con la panza llena. Y, esa noche, también llegó la procesión de Corpus Cristi, que nos encontramos mientras dábamos un paseo. Todas las congregaciones religiosas, vestidas con diferentes atuendos, también las monjas y los pacientes discapacitados del hospital, desfilaban por la ciudad llevando velas encendidas. La procesión terminó con la entrada al Duomo por las puertas principales, un lujo que nos permitimos compartir para ver de cerca la cúpula recubierta de frescos; así como también (mi marido es un cholulo) al intendente de Florencia y a las altas esferas políticas y religiosas.

Un último desayuno con “cornettos” (facturas gigantes), un paseo por la ciudad como a quien ya todo le resulta familiar y conocido, un último “gelato”… tren a Roma, avión a Madrid.

Podría confesar un secreto: viajar cansa. Las ciudades le dan vuelta a uno por la cabeza, una tras otra, todas con sus cosas distintas y sus cosas iguales. Conocer no es la gracia de viajar. Yo no viajo para conocer. Por qué, entonces? Por la sorpresa. El sentido de viajar está en sorprenderse, asombrarse, maravillarse… encontrarse con aquello que no esperábamos ver. O descubrir que las cosas no eran como imaginábamos. Conocer solo es el resultado de haber andado por una ciudad. Ahora conozco Florencia. Soy más sabia? No tanto, pero sí más feliz.

8 de julio de 2011

Crónicas francesas: Buscando la inspiración...

7 de Junio de 2011

La hoja en blanco es terrible, pero más terrible aún es la mente en blanco.

Y como el hábito hace a la virtud, acá voy una vez más… empezando por las pavadas y con la esperanza de que al final salga algo coherente.

Si voy a contar algo, tengo que remontarme hasta hace un mes y medio atrás… cuando nos fuimos de viaje al Valle del Loira, en Francia. No fue fácil decidir, es que, al estar en Europa, todo está cerca, hay tantos lugares que “tenés” que visitar, que al final es más complicado que otra cosa. Las opciones me matan. Así que primero definimos que queríamos hacer un viaje en auto, después resultó que venía Semana Santa y los vuelos salían una fortuna, y finalmente, no quería viajar más de 10 horas hasta el destino. Si hubiera tenido un compás hubiera sido más fácil…. O caía en el medio del Atlántico, o en algún lugar del norte de Africa o en Francia.

Con el tema de las opciones terminado (orientados definitivamente hacia Francia), pusimos el corazón en paz. El valle del río Loira es una zona justo debajo de París, de unos 200 km de largo que posee, además de su atractivo paisaje, una curiosidad: 42 de castillos de los siglos XV y XVI. El Valle del Loira y sus castillos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad y son visitados por miles de turistas, sobre todo en los meses de verano.

Para hacer el recorrido es casi imprescindible contar con transporte propio, ya que cada castillo está en un pueblo diferente y, si bien está todo muy bien señalizado, no parece que uno pueda manejarse en transportes públicos para llegar a cada uno de ellos. Dado que los castillos son tantos, antes de viajar, elegimos los que más nos gustaban para visitar, pero estando allá, vimos muchísimos más con solo cruzar los pueblos en los que estaban.

Nuestro hermoso autito, un Corsita con 200.000 kms, que se la venía bancando espectacularmente (nos llevó a los 5 a Asturias y su viaje triunfal y final, fue a las Fallas en Valencia)… sufrió un acto de vandalismo mientras dormía en el estacionamiento del Polideportivo que tenemos a una cuadra. Le arrancaron vilmente los espejos (todo el aparato espejístico, quedó como sin orejas). Y, aunque le compramos las orejitas nuevas, decidió estirar la pata. Al menos murió entero… y en Madrid.

Pero, cuando todavía estaba en terapia intensiva en lo del mecánico, a nosotros se nos vinieron los días encima y fue siendo hora de partir hacia Francia, en auto prestado, obviamente. Después de aprovisionarnos con la canasta básica familiar para viajes en auto, que incluye hasta un papel higiénico, salimos raudos hacia la ciudad de San Sebastián, en el país Vasco.

Me sorprendió mucho el país Vasco, principalmente por su geografía: es muy montañoso y verde y termina en pequeñas bahías con playa. Fue potencia industrial durante muchos años, los magnates de la minería y la industria, iban a construir sus casas junto al Mar Cantábrico, en la ciudad de San Sebastián, que es una belleza señorial y con una mezcla de estilos, entre francés y español.

Paseando por las calles de la ciudad, me asombró la arquitectura de los edificios, todos tan diferentes entre sí (algunos con cúpulas, con techos de pizarra azul, otros con balcones de hierro forjado, con lámparas antiguas y con todo tipo de decoraciones relativas al mar) y tan bien conservados. Las plazas y las fuentes estaban adornadas con flores de colores y los árboles podados con formas llamativas.

Toda la ciudad es especial, pero lo que más disfruté de San Sebastián fue, por un lado, el paseo de la costanera que recorre la bahía que forma la ciudad (llamada la Bahía de la Concha), a orillas del mar, con bancos de madera, faroles antiguos y bares de marineros. Y, por el otro, los puentes que cruzan el río Urumea que atraviesa la ciudad enroscándose como una serpiente y finalmente desemboca en el mar. Es una ciudad preciosa y muy aristocrática, de las más lindas que conocí en España.

Después de unas cuantas horas de viaje, con una parada para hacer un picnic en una de las miles de “áreas de servicios” que hay a los costados de las autopistas, llegamos a la bella localidad de Tours, que queda más o menos, en el medio del valle del Loira. Habíamos reservado una roulotte (o caravana) en un camping ubicado en una zona residencial magnífica, con un lago en el medio.

No contamos con que en Francia todo cierre a las 8 de la noche. Así que, cuando llegamos al camping (20:40 hs), estaba la barrera cerrada, la recepción cerrada, el kiosko cerrado… Caminé para un lado y para el otro, y encontré un timbre al que me aferré como a la vida misma (no quería dormir en el auto!). Y por allá apareció un francés despeinado en una motito. Rápidamente desempolvé mi francés para decirle algo coherente (entre la sorpresa y el pánico, no sé si me habrá entendido algo) y el señor nos dijo que lo siguiéramos y que hacíamos el check in oficial, por la mañana.

Así llegamos a la famosa roulotte que era una belleza! Como una casa rodante pero recubierta de troncos de madera; pintada de celeste y amarillo por dentro. Con una terracita con un juego de jardín, una parrilla y una sombrilla. Un lujo! Era como un mini departamento, organizado de la manera más ingeniosa.

Después de instalarnos, nos buscamos otro problema: cenar. Salimos en el auto a dar unas vueltas por los suburbios de Tours, solo para encontrar todo cerrado. Las panzas crujían y habíamos perdido ya la esperanza cuando de repente… Los arcos dorados. Cómo nos ama el señor McDonalds! Siempre tiene comida para nosotros. Así que compramos unos riquísimos combos y volvimos a la roulotte, donde nos sentamos en el reducido comedor a cenar. No se puede pedir más que eso.

Bueno, si es por pedir… Me hubiera encantado que tuviese baño la roulotte. Pero había que usar los del camping. Lo cual tenía cierta dificultad por la oscuridad reinante a partir de las 22 hs. Caminábamos agarraditos del brazo con Ale, esperando no tropezar con alguna bicicleta o con la cuerda de alguna carpa. Lo cual era mucho más digno que esa otra pareja que vimos, usando cascos de minería, de esos con la linterna en la frente.

“Pise algo”- dijo Ale con una cara que no pude ver porque estaba muy oscuro- “pise algo… vivo”. Muy mala fue la suerte del caracol que intentó cruzar el camino esa noche. Quedo finito como un panqueque.

A la mañana, fue despertarnos y salir a desayunar al jardincito. Me acerqué a la “épicerie” (despensa) a comprar una baguette y unas facturas. Todo el mundo andaba por el camping en pijamas y con la baguette bajo el brazo. Algo que veríamos repetirse muchísimo en la campiña francesa (lo de la baguette, no lo del pijama).

Como contaba antes, los Castillos del Loira son muchos y algunos son más famosos que otros. Cada uno está en un pueblito, generalmente del mismo nombre que el castillo. Los campos franceses y sus pueblitos son adorables, todo tan prolijo y ordenado, como sacado de una pintura. Flores por todos lados, cabañas de piedra con techos combados por el peso de las tejas, jardines de colores y herramientas para trabajar la tierra.

Si bien los castillos son impresionantes, lo son más por fuera que por dentro, ya que cuentan con muy poco mobiliario. A veces eso responde a que han pasado por muchos propietarios que fueron usando o vendiendo las cosas; otras veces es, simplemente porque no se usó tanto como lo planeado.

Empezamos yendo al Castillo de Villandry, conocido por sus increíbles jardines geométricos. Es como ver un dibujo en colores de distintas plantaciones. Van formado círculos, cuadrados, ondas y hasta corazones. Flores, vegetales y árboles frutales son los que arman estos motivos tan lindos, cada especie tiene reservado un pedacito de tierra y a la vez todo está entremezclado. Los cultivos se van rotando, así que en cada época del año se pueden ver diferentes cosas. Los caminitos entre los cultivos tienen pérgolas cada tanto, para protegerse del sol… es como ver a las damas antiguas con la sombrilla paseando por estos jardines.

De ahí a la ciudad de Tours, donde caminamos por callecitas serpenteantes hasta llegar al centro de la ciudad (verdaderamente, el centro, las calles son concéntricas a partir de la zona más vieja de Tours, la que tiene las primeras casas) donde se encuentra la bella Catedral. Es completamente gótica, con un millar de vitrós de varios metros de alto, que recubren las paredes hasta llegar al techo. Como entrar a una iglesia de la Edad Media.

Caminamos en un hermoso día de primavera, con la ciudad llena de gente, viendo peatonales, balcones con flores, mesitas en las veredas, olor a baguettes, parques, el puente sobre el Loira y el castillo de Tours… y nos sentamos en unos banquitos de un boulevard a comernos un “croque Monsieur” (media baguette con jamón, queso y salsa blanca, gratinada al horno).

Seguimos el recorrido en el auto rumbo al Castillo de Chambord, el más grande de todos los que se encuentran en el valle. Éste castillo, fue construido por Francisco I como refugio de caza. Pese a la monstruosa construcción y lo que le habrá costado, solo pasó allí 72 días de su vida. Una sola habitación del castillo, decorada totalmente con artículos de caza, fieras embalsamadas y pinturas de perros, recuerda el verdadero espíritu de ese lugar. El resto, no se usó demasiado y tampoco se amuebló, solo las habitaciones de la servidumbre fueron ocupadas.

Por fuera, Chambord es majestuoso…no hay otra forma de describirlo. Es increíblemente gigante y a medida que se presta atención, se descubre un absurdo nivel de detalle en cada rincón del castillo. La joya es una escalera de doble hélice (como una cadena de ADN), diseñada por el propio Leonardo Da Vinci. En realidad son dos escaleras que se persiguen y se entrelazan. Si dos personas suben, una por cada escalera, nunca se cruzan pero se pueden ver por ventanitas que hay cada cierto tramo de escalones. Obvio que lo intentamos, como dos tarados y nos saludábamos por las ventanitas.

Chambord es uno de los varios castillos en los que se puede pasar el día. Hay zonas de picnic, hay restaurantes, heladerías, parques y hasta se puede andar en bicicleta.

En el supermercado francés, pacífico y ordenado, (como no hay que pasar por este mundo sin dejar huella) Ale rompió una lata de Fanta y fue dejando todo un rio de gaseosa por los pasillos hasta que se dio cuenta, cosa que sucedió, por supuesto, después de pisar su propio charco y esparcir huellas pegoteadas por todo el lugar. Una maravilla. Cenamos en el camping una comida típica, “cassoulet”, un guiso de porotos blancos, con salchichas y cositas, muy livianito, y regado con Fanta, jaja.
Al otro día, nos dedicamos al castillo de Azay-le-Rideau, el que más me gustó para vivir, rodeado de un jardín inglés y un lago, que hace a la foto, porque entonces el castillo se refleja en el agua. También paseamos por el pueblo y por un mercadito de productos típicos, como ostras, quesos, vinos y frutas…muy francés, muy de película. Un señor llevaba probado, en mi opinión, el quinto vaso de vino, cuando al fin se decidió qué llevar. Y los maestros queseros, cortaban y servían con la mano, como quien sabe lo que hace.

Vimos solo por fuera el castillo de Ussé, en el que se inspiró el cuento de La Bella Durmiente; y seguimos camino hacia Chenonceau…la verdadera joya del Loira. Estacionamos en el abarrotado parking al aire libre y bajamos del auto con nuestra cesta del pic-nic. Almorzamos en uno de los parques alrededor del castillo, había mesitas a la sombra, junto a un canal de agua, y familias enteras comiendo en una lona debajo de un árbol. Luego de las papas fritas, los sandwichitos y las golosinas de postre (y después de que Ale tomara una mini siesta), compramos las entradas.

Por un larguísimo camino rodeado de eucaliptus caminamos hasta llegar a la entrada oficial del castillo. A nuestros costados, dos inmensos parques frente al río, uno de la esposa y otro de la amante del monarca. Ambos con dibujos geométricos hechos con flores y plantas, y cada tanto alguna fuente. Pasamos por la puerta principal, junto con los cientos de miles de turistas que había y entramos en el hermoso castillo de Chenonceau.

La visita en estos castillos, suele ser con mapa en mano y por cuenta propia, hay miles de habitaciones por visitar, y seguramente no olvidamos de algunas. Las más bellas son, sin duda alguna, la cocina y el salón de baile. La gracia de Chenonceau es que, aunque originariamente fue construido en la ribera del río, luego se lo amplió hasta llegar a la otra orilla, formando una especie de puente/castillo sobre el cauce del río. La cocina, en la planta inferior, casi tocando el agua, tiene una puertita para recibir directamente a las embarcaciones que venían a dejar sus mercaderías. Y el salón de baile está justo en medio del río, por sus múltiples ventanas se ve a ambos lados el agua. Muy elegante, con sus baldosas blancas y negras y sus ventanas de madera abiertas de par en par para que corra la brisa.

Después de pasear por decenas de habitaciones, algunas muy amuebladas y decoradas, otras con poco más que un adorno; algunas insólitas, como aquella absolutamente pintada de negro, donde se recluyó una viuda a pasar el final de sus días; y otras dignas de ver, con las paredes completamente empapeladas pero con telas bordadas o inclusive con cuero, se veían los clavos que lo afirman a la pared; chimeneas inmensas, mesas de madera del siglo XV, etc. Todo muy bonito, pero en este como en los demás castillos, nada supera la vista exterior que es regia, cada uno de ellos me sorprendió con un panorama digno de un cuento de Disney… impecable, hecho para la foto.

Por la noche, nos fuimos al castillo de Blois, donde se presentaba el primero de los muchos espectáculos de luz y sonido que se hacen en los castillos durante el verano. El de Blois es un edificio singular porque desde el patio interior se ven las 4 fachadas diferentes, correspondientes a distintos estilos y, por supuesto, artífices, que forman el castillo. Norte, sur, este y oeste; parecen paredes de edificios disparejos, como si las hubieran pegado formando un collage raro. En sus paredes se proyectan, con láser, dibujos, imágenes y recreaciones de una pequeña obra teatral, a su vez, varios locutores relatan las historias e interpretan a los personajes.

No entendimos ni jota, de más está decirlo. Pero vimos embelesados los hermosos dibujos en las paredes, parece que estuvieran pintados sobre la piedra, hasta proyectan un cortinado con borlas que cuelgan de las ventanas; y después leímos en el folleto de qué se había tratado la historia.

Bajando por las callecitas de Blois, hasta llegar al auto, paramos en una librería que estaba cerrada pero tenía fuera varios cajones con libros gratuitos para quien quisiera llevárselos…primer mundo total. Nos llevamos uno cada uno, para cuando nuestro francés esté más avanzado.

Al otro día, ya era hora de dejar Tours, la roulotte y el Valle del Loira. Después de desayunar, pusimos rumbo al pueblito de La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Un poblado encantador, completamente volcado al mar y a los pescadores. La costanera era una sucesión de restaurantes de mariscos, con las mesitas afuera y decoraciones marinas como redes y salvavidas. Frente a eso, miles de yates descansaban meciéndose con el oleaje y más allá, dos torres antiguas, que marcaban la entrada al embarcadero de La Rochelle. Después de las torres, la salida al Océano Atlántico.

Nuestro domingo de Pascua, almorzamos “moules marinières” (mejillones con salsita) en uno de los restaurantes, mirando los barquitos y fundiéndonos con los locales… Una caminata bordeando el embarcadero, por los puestitos de artesanías y más allá de las torres a ver lo baja que estaba la marea.

La última parada antes de dormir ese día, fue la ciudad de Bordeaux, que me hacía mucha ilusión. Ilusión robada porque, aunque la ciudad está construida con mucha elegancia y los edificios son increíbles, se ve muy linda desde el auto, pero no es lo mismo andar caminando por sus calles. Está invadida por la comunidad musulmana de origen africano que lleva consigo, no solo sus productos (supermercados propios, tiendas propias) sino también sus tradiciones, que son menos bellas… como la de los hombres de pasarse el día sentados en la vereda charlando a los gritos, fumando hachís y peor, ensuciando las calles.

Saben que soy una maricona, así que al mero avistaje de un africano vestido con túnicas de colores, gritando en árabe y fumando hachís… digamos que me cambió el semblante y ya nada me gustó demasiado. Como se mal predispone uno… puede que en alguna que otra foto salga con cara de pánico.

Descansamos en un bello hotel de ruta, muy gracioso porque parecía de juguete, como si las habitaciones vinieran armadas y las pusieran unas sobre otras. Desayunamos y seguimos viaje hasta San Sebastián. Una parada más a cargar gasolina, unos sándwiches (ya españoles) en el restaurant de la estación de servicio y finalmente, casita madrileña.

Un viaje fabuloso! Todo el Valle del Loira parece sacado de un cuento, o de una pintura francesa, mejor dicho. Imposible no encontrar la inspiración ahí.

4 de julio de 2011

Crónicas italianas: Érase una vez, Roma

30 de Junio de 2011

A Roma me la imaginaba colorida, ruidosa, desordenada y vivaracha. No resultó ni de cerca tan caótica como me la habían pintado….tal vez haya sido que pasó mucho tiempo desde que mis padres visitaron la ciudad. Es verdad que Roma ha cambiado mucho con los años, ahora está más limpia, más ordenada, menos agresiva para el turista.

Claro que de todo esto yo no tengo ni idea, puesto que era la primera vez que la visitaba. Para mí, Roma es y será, como la vi la semana pasada… al menos hasta que vuelva dentro de mucho tiempo.

Es verdad que, estando dentro de Europa, Roma es una de las capitales más confusas que voy a encontrar… pero no es el enmarañado caos que había imaginado. Primero, el tránsito no es tan terrible. Dejen de decirme que el tránsito en Roma es imposible! Después de vivir en México DF y en Lima, el tránsito del mundo se pone en perspectiva. Lo peor que te puede pasar en la capital italiana es que no juntes coraje para cruzar la calle y, por eso, te quedes como un bobo parado en una esquina (o en un paso de cebra, para el caso) durante muchos más minutos que el resto de la población.

Segundo y último (no voy a estar criticando la ciudad toda una página), es verdad que está un poco desatendida, por ser elegante. Digamos que al 80% de la ciudad le vendría bien un rasqueteo y una capa nueva de pintura. Mi marido insiste en que es a propósito, pero yo creo que los italianos vieron la veta: no mantienen lindas sus fachadas y a los turistas les parece pintoresco que se descascaren las paredes. Vamos! No sean vagos, que la ciudad sería mucho más linda, para ustedes también, romanos.

Para ampliar el escenario y especificar la crítica, diría que la ciudad de Roma tiene 2 metros y medio de abandono; desde el suelo, donde un poquito de basura adorna los rincones, algún que otro charquito maloliente y varias colillas de cigarrillos, hasta por encima de las cabezas, hasta donde llegaron las manos humanas y la suciedad y afearon los edificios. A partir de ahí está bastante decente.

El asunto con Roma es que, después de las callecitas serpenteantes con piso de adoquines, que suben y bajan por la ciudad en un desfile de coloridos edificios, con balcones con flores y mesitas donde humean pizzas y platos de pasta… después de eso, después de todo lo clásico y lo de película; tiene cosas increíbles para visitar. Y, si digo increíbles, probablemente me quede corta.

Para una entusiasta del Imperio Romano como yo, que me pasé años de la facultad estudiando cónsules, emperadores, el Corpus Iuris Civilis y tantas romanidades más… escuchando todo esto de la boca de una eminencia, con un leve parecido a un sapo, pero muy culto y en el fondo, perdidamente enamorado de Cleopatra; llegar a Roma es maravilloso.

Inútil sería explicar todo lo que influyó en el mundo de Occidente la existencia de los romanos. La cultura romana creó y cambió Occidente para siempre. Pero solo pensar en números, calendarios, ingeniería, derecho, astrología, filosofía… cualquier disciplina que pueda nombrar fue desarrollada, por los romanos (aun las que provenían de otras culturas, como la griega, que sin la ayuda de los romanos no se hubiera dado a conocer), que se encargaron de repartirlas por toda Europa y hasta parte de África en su momento. No tienen que creerme, pueden buscarlo en Internet y asunto zanjado.

Roma se me apareció por la ventanilla del avión, tan nítida como una foto de 12 megapíxeles, y con un marido diciéndome “Mirá el Coliseo! Lo ves?”. Obviamente que no lo vi, no sabía ni dónde buscarlo. Pero sí vi la Plaza San Pedro (de casualidad) y era igual a mi imagen mental, igualita!

En un gran valle adornado por siete colinas, yacía imperturbable, como desde hace 2764 años, la ciudad de Roma. Un mar de techitos rojos, parques verdes y cada tanto algún espacio amplio donde se divisaban ruinas romanas. Una postal.

Después de un aterrizaje levemente turbulento (ay estos pilotos de aerolíneas low cost, probablemente se estaba comiendo una hamburguesa con una mano, mientras con la otra, aterrizaba…se podrá aterrizar con una sola mano?), un autobús al centro de Roma y unas cuadras de arrastrar las valijas y sus rueditas por los adoquines; llegamos.

Alojamiento? Un hostel. Bravo por mí, una vez más mi comodidad de princesa latinoamericana cedió ante mi espíritu ahorrativo. Mientras subía las escaleras arcaicas del edificio paleolítico que debía ser nuestro hostel, no pude evitar acordarme de mi hermano, que me hubiera traído a esos lugares precisamente, y arrojarle una mirada de pánico e ira a mi querido Alejo. “Mi madre te mata”- dije por quincuagésima vez en la vida.

Pero era divertido, un edificio añejo y destartalado en la añeja y destartalada ciudad. En el primer piso de otro edificio (al que nos llevó en una van la dueña del hostel, acompañada de un perro viejo con especial desagrado por la curia vaticana, ladraba a cuanta monja y cura veía), a 2 cuadras solamente, estaba nuestro alojamiento: una habitación dentro de un departamento de esos de interminables pasillos y puertas con vidrio esmerilado. Compartíamos el baño con seres indefinidos que solo daban a conocer su existencia en los ruidos de la noche. La habitación estaba muy bien, amplia, con ventana a la calle y muebles de la casa de los padres de Matusalén. Un espectáculo.

En el primer circuito turístico ideado por mi señor marido ya había una iglesia. A lo largo de mis años de turismo, he aprendido a odiar las iglesias. No como edificio en particular, ni como institución, ni como obra arquitectónica…simplemente como atracción turística, las iglesias son todas iguales. Las lujosas, todas hermosas e iguales. Pero, en la capital del catolicismo, poco tenía para objetar cuando aparecieron en nuestro itinerario unas cuantas iglesias. Negocié sacar las extra muros (fuera de la ciudad) y me quedaron todas las demás.

San Giovanni in Laterano fue la primera. Majestuosa, inmensa, con techo dorado. Curiosamente, el patio de esta iglesia y muchas plazas más de Roma están decorados con hermosos obeliscos egipcios. En la punta de cada uno de ellos, la Iglesia Católica mandó a poner algún símbolo de su religión, como una paloma o una cruz. “Nada está por encima de la Iglesia”- parecen decir. Se hubieran hecho sus propios obeliscos, qué vergüenza!

Hacía calor en la ciudad, lo bueno es que cada tanto en la calle había una especie de canillas antiguas, donde corría el agua potable todo el tiempo. La gente se mojaba las cabezas y llenaba sus botellas de agua. Caminando por las callecitas romanas, empezamos a ver las mesas en la vereda, con sus mantelitos a cuadros rojos y blancos y las pizarras con el menú del día. Muy coquetos. Al final de una de estas calles, se apareció el Coliseo detrás de un árbol. Me impresionó el tamaño, gigante.

Nos sentamos en las escalinatas a comer un sándwich mientras mirábamos la inmensidad de esa construcción que parece haber sido bombardeada. En serio! No sabía que el Coliseo estaba tan agujereado. Resulta ser que todo el edificio estaba cubierto de mármol, que se incrustaba a la estructura (que es lo que se ve ahora) mediante algo así como engarces. De ahí los agujeros.

Esta edificación tan grande y tan famosa fue una especie de sala de usos múltiples. Hubo gladiadores, carreras de caballos, lo inundaban para hacerlo una gran pileta, las fieras se comían a los cristianos…en fin, usos múltiples. Durante la época de gloria del Imperio Romano hubo muchas mega-construcciones, con los mejores materiales y llenas de lujos. Una joya de la ciudad que sigue en pie gracias a sus medidas desproporcionadas. Sus paredes, sus arcos, aguantan todo.

El Coliseo, con sus paredes llenas de arcos y ventanas, es un gran óvalo, con distintos niveles. Desde el nivel del escenario hacia arriba, había tarimas de madera que formaban gradas, algunas más lujosas que otras, correspondían al emperador y a los patricios. Desde lo que sería el escenario hacia abajo, también hay niveles por donde se movía todo lo referente al espectáculo antes de entrar en acción.

No en vano es el ícono preferido de Italia, el Coliseo es impresionante, tanto por fuera como por dentro. Subí escaleras, toqué columnas, me senté en pilares…solo para refunfuñar sobre cómo permiten que la gente ande por ahí! Yo haría una vista panorámica desde la altura y listo. Igual, me dio pena lavarme las manos, si esas columnas hablaran…!

Alrededor del Coliseo, además de parques, están los Foros Romanos y el Arco de Trajano. El Arco es precioso, como de color rosado, conserva los mármoles que el Coliseo perdió con el paso del tiempo. Y los Foros son una gran extensión de parques donde hay ruinas y algunos edificios mejor conservados de lo que fuera el área administrativa y política de la Roma antigua. Todo esto, aderezado con un millón de personas.

Roma, como tantas otras capitales, y sobre todo en verano, tiene un atractivo especial: sentarse a ver pasar el mundo. En estos lugares tan turísticos uno se divierte de solo mirar a su alrededor. Lo más gracioso? Los gladiadores (bueno, hombres vestidos de gladiadores, no los veo luchando por su vida) frente al Coliseo, intentando convencer mujeres para que se saquen la foto con ellos….mortales! Tan graciosos, pegando gritos en italiano y vestidos con esos petos que deberían ser de metal pero son plásticos, hasta un César, con la corona de laureles había!

Luego de las setecientas fotos de rigor (y faltarían quinientas más antes de irnos) pudimos abandonar la zona del Coliseo. Seguimos por la calle principal hasta encontrarnos de costado con el aparatoso monumento a Vittorio Emanuele II (el unificador de Italia), al que le llaman pastel o torta (al monumento, no a Vittorio…Uy que enredo estoy haciendo). Voy de nuevo: un gran monumento blanco y desmesurado que se puede ver de casi cualquier lugar elevado de la ciudad, coronado con ángeles, caballos y dioses. Roma está llena de cosas así, que parece que no pegaran con el resto de la ciudad.

El paseo nocturno era lo mejor del día… en subte hasta Barberini a mirar la Fontana di Trevi. Que cosa más espectacular!! Una obra de arte de proporciones excepcionales en medio de la ciudad… tan grande y tan llena de detalles. Y la cantidad de gente! No puedo dejar de mencionar la marea de personas que cubrían la fuente…cientos, miles. Todas en su mundo particular, tratando de sacar la foto perfecta, de mojarse las manos, de pensar los deseos. Resultará increíble pero alguna gente no le embocaba a la fuente cuando tiraba la moneda…eso no es mal suerte, es ir en contra de la física directamente.

Doscientas fotos, como corresponde, deseos y seguimos caminando hacia Plaza de España. No es una plaza tradicional, tiene unas anchas escalinatas que suben hasta lo alto de la ciudad, donde hay una iglesia (que también visitamos, obvio). Así que la gente se sienta en los escalones, desde donde se ve una hermosa vista de las calles que salen de la plaza, llenas de restaurantes y de turismo. Los inmigrantes paquistaníes venden cerveza mientras la gente charla y se ríe, come, o incluso baila con canciones de su propio pasacasete (pasacasete, ojo, para no olvidarse de la palabra).

Cuando ya se empezaba a ir a dormir la gente, nosotros también emprendíamos el regreso. Caminando despacito (el subte cerraba a las 21 hs), helado en mano, nos eran muy agradables la vueltas al hostel.

Para las mañanas también encontramos nuestra rutina romana en un café en la esquina del hostel: capuchino o te con un “corneto”, una versión más grande y rellena de nuestras facturas. El “espresso” no era lo mío, un café de 3 sorbitos, cargado, negro, mortífero.

A continuación del desayuno nos esperaba, en general…una iglesia. Esta vez, Santa María Maggiore. Hermosa, muy grande y lujosa, llena de columnas y ornamentos, y muy dorada. La Plaza de la República no es gran cosa, de un lado hay dos edificios gemelos que albergan hoteles de lujo y del otro hay unas termas romanas convertidas en…chan chan, iglesia! En medio, una fuente que nos sirvió para mojarnos la cara.

Callecitas y más callecitas, arriba y abajo por la villa, de vez en cuando un monumento, una fuente…hasta que llegamos a lo alto del monte Quirinale, con una vista hermosa de la ciudad desde donde se distingue hasta la cúpula de San Pedro, allí se encuentra la Casa de Gobierno y residencia del ilustrísimo Berlusconi. Por otra escalera más, bajamos hasta llegar a las inmediaciones de Plaza de España nuevamente.

El centro histórico de Roma es bastante pequeño, digamos que se puede caminar hasta cualquier lado. Sobre todo teniendo en cuenta que la línea de metro romana no es muy amplia, te acerca a los lugares, no te lleva. Del Vaticano hasta la Plaza de la República, y desde lo alto de Plaza de España hasta las Termas de Caracalla… queda cubierto todo lo importante de la ciudad.

Tal vez fuera que no me acordaba de haberlo visto ni en fotos, pero cuando llegamos al Panteón, no fue lo que me esperaba, me impresionó. Una gigantesca estructura romana de piedra, perfectamente conservada, con su nombre escrito en grandes letras de hierro en el dintel. Tres filas de columnas monstruosas dan paso a la entrada donde están enterrados célebres personajes, como el mismo Vittorio Emanuele II. Y una cúpula altísima con un agujero en el centro, por donde pasa la luz solar, recorriendo todo el suelo del Panteón a través del día. Una vez refugio de los dioses romanos, hoy es una iglesia.

Y si de elegancia hablamos, elegancia romana…nada como la Plaza Navona. Como un gran óvalo, siguiendo el antiguo trazado de un circo romano; se abre lugar esta plaza, decorada con una fuente en cada esquina y en el centro otra aún más grande (según el uso romano de decorar todo con fuentes), hecha por el famoso escultor Bernini, y que representa 4 de los ríos más importantes del mundo: el Nilo, el Ganges, el Danubio y, el viejo y peludo, Río de la Plata.

El arte fluye por este lugar como el agua de las fuentes. Decenas de pintores y músicos se reúnen en torno a Plaza Navona para exponer sus logros. Además, al estar rodeada de restaurantes con sus mesitas en la calle, estos artistas hacen al regocijo general. Nada como pasear por ahí a la nochecita… un festín para los sentidos, sobre todo comiendo una pizza con prosciutto, como la que me pedí la última noche. Que felicidad.

El río Tíber o “tévere”, en italiano, cruza la ciudad como una cinta verduzca. Más allá del río, el Castel Sant Ángelo, la ciudad del Vaticano y el tras-tévere, un barrio bohemio conocido. Sentados al margen del Tíber, mirando el agua y la silueta de la ciudad, miramos solo de reojo la calle que lleva hasta la mismísima Plaza San Pedro, en el corazón del Vaticano…eso quedaba para el día siguiente.

El subte solo nos acercó hasta el Vaticano y entramos a la plaza como por la puerta del costado… por lo cual, Alejo me prohibió ver nada hasta que no llegáramos al vero centro y entrada principal de la sede Vaticana. Visión triunfal, todo en su sitio y perfectamente encuadrado para mí. La Plaza San Pedro me desilusionó un poco, sentía como que ya la había visto alguna vez. Además estaba lleno de sillas de plástico en hileras, que se usan para cuando los miércoles da misa el Papa. Hacía mucho calor y había una cola interminable para entrar a la Iglesia de San Pedro. Conclusión: fastidiada en el Vaticano.

Después de hacer la cola con paciencia y cubrir nuestras partes pudendas (hombros y piernas incluidas…vamos, que los musulmanes no inventaron nada) contemplamos la puerta que se abre cada 25 años otorgando el perdón absoluto de todos los pecados. Estaba cerrada, seguimos tan llenos de pecados como fuimos, creo que peor, no sé si no es un pecado estar fastidiada en el Vaticano.

La Basílica de San Pedro. Qué puedo decir? Imponente, esplendorosa, suntuosa, inabarcable. No en vano es la más grande del mundo. Hubo que mirar la escultura de La Piedad, de Miguel Ángel, porque, de lo contrario, tenía que firmar el divorcio. Me pareció una escultura muy linda, pero me sorprendió que brillara un poco, como encerada. Siempre fue así? No es seria una escultura brillosa. Debajo de la iglesia, no solo se encuentra la tumba de San Pedro, sino también de todos los Papas que existieron. Muy interesante, realmente. Vale la pena el paseo.

Cola para subir a la cúpula de la basílica. Fastidio total. Éramos mil personas, al sol, con 35°C y una sola ventanilla para sacar entradas. Nos estarían haciendo purgar nuestros pecados? Que abran la puerta esa más seguido, che!

Con las escaleras y los escalones anduve bien, entro en estado alfa y me miro los pies que suben y suben (o bajan y bajan, que es lo mismo). Lo que me mató fue cuando se me empezaron a torcer las paredes. Es lógico, era la cúpula. Me mareé automáticamente, me gustaría llamarla una fobia geométrica. Finalmente llegamos, y la vista desde arriba del todo es maravillosa. Un mar de techos de tejas rojizas, un enredo de callecitas, algunos parques arbolados y, cruzando toda esa composición, el anciano Tíber y sus aguas verdosas.

Todavía quedaban los Museos Vaticanos, en los cuales, el 100% de las visitas se las lleva la Capilla Sixtina. Pero, como la gente del Vaticano también sabe esto, construyó todos sus museos alrededor de la capilla formando un gran laberinto, como en esos laboratorios de hormigas. Además se sentía así y todo, éramos cientos de personas caminando por pasillos y galerías como guiados por el olfato artístico del turismo. O, lo que es peor, el olfato turístico del arte.

De tal manera, aunque nuestra intención y la del millón de personas que entró con nosotros, había sido visitar únicamente la Capilla Sixtina, terminamos recorriendo las 68 salas anteriores. Incluyendo las monedas antiguas, los retratos papales, la colección de sotanas con onda y los libros ansiolíticos. Otro tanto a la salida… Que los carteles de “exit” eran más una esperanza vaga ya, que una realidad. Subíamos escaleras, bajábamos rampas, galería de pinturas, de esculturas, tienda de regalos, escalera negra, escalera de caracol. Pone a prueba al más virtuoso.

La Capilla Sixtina, un recinto rectangular, con paredes y techos altísimos cubiertos con las más ilustres pinturas de los más famosos artistas (el mayor, Miguel Ángel). La estrella? Esa célebre pintura en el techo, donde Dios y Adán estiran sus dedos para tocarse.

La sensación que teníamos era la de estar en un corral, por la cantidad de gente. Pero, debo admitir que las pinturas son muy bonitas y sorprendentemente coloridas, resaltan por la estancia de madera oscura y poco iluminada.

Otra verdadera sorpresa fueron las Termas de Caracalla. Un imponente conjunto de edificios muy bien conservados que se alza pasando el Foro y el Circo Máximo. Estas termas fueron lugar de esparcimiento y recreación de las clases altas romanas, estaban cubiertas de mármol por completo y decoradas con las más exquisitas esculturas de dioses y mujeres. El suelo, de pequeños cerámicos blancos y negros, dibujaba formas geométricas diferentes en cada pileta (en algunas aún se puede ver). Las paredes, de unos 7 metros de altura y las depresiones del suelo que formaban las piletas, están intactas (han perdido el mármol, pero conservan la estructura, inclusive los arcos). Es una maravilla ver e imaginar lo que sería eso en sus tiempos de esplendor.

Último quedó el señor Moisés, una escultura de Miguel Ángel (junto con La Piedad y El David, se esmeró para que lo recordaran como escultor y no como pintor). De mirada iracunda y con unos curiosos cuernitos, resultado de una mala traducción de las escrituras, se alza El Moisés, temible y musculoso. Poco tiene que ver con la imagen que me quedó de catequesis, de un anciano de cabellos blancos y con una rama por bastón. Este Moisés esta fuerte, ja, con razón las aguas le hicieron caso.

La maravilla de Roma es que vive de día y de noche, al menos en primavera y verano. Caminar por sus calles a las 11 de la noche puede ser aún más interesante que hacerlo de día. La ciudad respira turismo y entretenimiento. Desde las mesas en la calle, con su eterno mantel a cuadros blanco y rojo y su pizarra con el menú escrito en tiza; pasando por las increíbles ruinas romanas e iglesias iluminadas; hasta los músicos y artistas callejeros y los desfiles interminables de pinturas coloridas, mostrando, invariablemente, paisajes idílicos de la ciudad o alguna bella italiana semi desnuda. Las fuentes sonoras y coloridas, las colas para comprar “gelato” (helado); todo en Roma invita a la foto y a la sonrisa. A querer volver.

24 de marzo de 2011

Cataluña, tierra de valientes


Zaragoza, de inspiración mudéjar y acuática.


Algunos viajes son producto de meras casualidades, suma de factores. Algo así sucedió esta vez. Mi hermano, Tommy, tenía planeado un viaje a “algún lado”. Ponerse la mochila y partir. Esa sensación verdaderamente adictiva: escapar.
Su viaje sin rumbo se vio forzado a tomar uno, dado que esto es Europa y acá uno no vaga por la geografía sin ton ni son. Partía para Zaragoza con destino final: Barcelona.
Previa averiguación de todo por internet y reserva de los hostels correspondientes, salió del departamento de Madrid raudo como un campista del primer mundo.
Llegado a la terminal de autobús, se dio cuenta que todavía tenía que esperar 2 horas hasta el próximo colectivo a Zaragoza. Entonces se le ocurrió una maldad: mandarle un mensajito a su pobre hermana que se había vuelto a acostar después de despedirlo en la puerta a las 6.30 de la mañana.
“Vení a la terminal y nos vamos juntos a Zaragoza”- leí el inocente mensaje en la penumbra de la habitación. Tuvo la virtud de despertar en mí todos esos instintos de protección y compañía de hermana que también intentaban dormir (más precisamente, desde que asumí que mi hermano era un adulto). Y me incorporé en la cama con una duda: “¿Voy?”.
Es totalmente innecesario explicarles esto a aquellos que me conocen, pero no sea que lo que escribo lo terminen leyendo desconocidos. Así que voy a explicar algunas cosillas sobre mí (y de paso usar esa terminación española tan divertida).
Yo no salgo de viajes improvisados. No me muevo de mi casa sin antes tener transporte y hotel contratados. No voy a hostels. No tengo siquiera una mochila. No me baño con agua fría. Y no duermo con desconocidos.
¿Qué nací para princesa? Puede ser, es lo que trato de decir desde hace rato.
Yo, simplemente, no soy una mochilera. Y probablemente no lo sea nunca, mientras siga considerando parte esencial del equipaje, la lima de uñas.
Es así. No soy un monstruo salido del abismo. Tampoco soy hija de los Rockefeller. Mis viajes se dieron de manera tal que, nunca me tocó ser mochilera. Simplemente me salteé esa etapa.
A decir verdad, fui de campamento dos veces. Una, tenía 8 años e iba todo mi curso del colegio. Y, aunque disentía profundamente con la gracia de ver colgadas mis prendas íntimas en una cuerda que cruzaba todo el camping; digamos que no tenía mucho que decir.
La segunda vez estaba enamorada, y mi amado me llevó a un camping en Lisboa. Intentamos clavar las benditas estacas de la carpa en un suelo que bien podría haber sido de hormigón. Ahora que lo pienso, he borrado gran parte de los recuerdos de esa experiencia. Mi cerebro me protege.
En fin. Me levanté de la cama y, con total desconsideración hacia mi marido que seguía durmiendo, prendí la luz y me puse a revolver el armario en busca de algo remotamente parecido a una mochila. Ustedes no entienden. Mi hermanito me llamaba, podía dejar de lado toda una vida de tradiciones viajeras si era necesario.
Mi valija de manos resultó que tenía un bolsillo de donde salían las poco elegantes tiras que formaban una mochila. Una gran mochila con rueditas. Lo del vestuario se me antojó más simple, ya que mi concepto de mochilero se caracterizaba por un franco desapego a las tendencias de moda. Así que simplemente metí un poco de cada cosa, cuidando de que combinaran entre sí, al menos.
Y allá fui, con la mochila/valija al hombro, movida por el inmenso cariño fraternal que, aun así, no lograba quitarme la cara de pánico. En la terminal me esperaba Tommy, con una sonrisa, dejó su libro y se dispuso a buscar agua caliente para todos los mates que nos íbamos a tomar en el camino. Me di ánimo y dejé que fluya la aventura.
Llegamos a Zaragoza un mediodía nublado. Nos tomamos el colectivo hasta el centro de la ciudad en busca del único hostel que habíamos encontrado en internet. Caminamos al costado del río Ebro y nos metimos por las callecitas con faroles tan típicas en esta ciudad.
Descubrimos el hostel porque tenía banderas de todos los países en la puerta. Nos estaban esperando casi, no había más que 4 o 5 personas alojadas. Ideal para mi primera experiencia. La habitación, para 4 personas, la compartimos con un curioso alemán/turco llamado Aladín que no hablaba ni inglés ni español, pero muy educado.
Nos lo encontramos en la cocina del hostel mientras jugábamos al Mao (un juego de cartas). Se sentó con nosotros y, después de vernos jugar durante un rato, nos preguntó si podía unirse a la partida. Sorprendidos, le contestamos que sí, por no dejarlo de lado. Aladín se había aprendido todas las reglas del Mao en 5 minutos (las mismas que yo tardé 3 veranos en memorizar). No solo jugaba sino que tuvo el tupé de decir “última carta”, sin saber ni lo que decía, antes de terminar el juego y ganarnos. Un maestro.
Aprovechamos el resto del día para pasear por la bonita ciudad de Zaragoza. Cerca del hostel estaba el Mercado Central, unas murallas romanas y una curiosa iglesia muy torcida. Seguimos camino hasta la Iglesia del Pilar (donde se casó mi amiga Esther), un imponente templo compuesto por dos grandes capillas, una a espaldas de la otra y que tiene pinturas de Goya. Es una iglesia llamativa porque es más ancha que larga, y uno parece encontrársela de costado sobre la plaza.
Vimos un increíble monumento con una cascada de agua, el resto de fuentes y de adornos florales de la plaza. Caminamos por la peatonal, llamada Alfonso I, entre refinados negocios y faroles antiguos. Y, dando una vuelta por las callecitas enmarañadas del centro histórico, desembocamos en el Puente de Piedra sobre el río Ebro.
Sobre este puente observamos encantados la parte antigua de la ciudad a un lado, con las torres del Pilar destacando y los grandes leones que adornan el puente; y al otro lado, el barrio más nuevo junto con el recinto de la Expo Zaragoza 2008, con cantidad de pabellones y zonas relucientes.
Nuevamente en el centro histórico, donde descubrimos el Arco del Deán (una especie de pasillo colgante muy decorado que une dos edificios) y la Catedral de La Seo (construida sobre la principal mezquita de la ciudad en tiempos árabes).
La curiosidad nos llevó hasta el Palacio de la Aljafería. Es uno de los monumentos más importantes de la arquitectura hispánica-musulmana del siglo XI. Ahí vivieron los reyes católicos y fue sede de la inquisición. Tiene sitios asombrosos, como el jardín central lleno de arcos mudéjares (uno de los cuales es el más grande de Europa); también tiene una sala cuyo techo está decorado con diseños árabes de frutas y flores en madera y está cubierto por láminas de oro; y la Torre del Trovador, un recinto carcelario, que dio lugar a una hermosa historia de amor en la que se inspiró Verdi para la ópera.
A la tardecita, mientras tomábamos mates en el hostel, vino a visitarnos una amiga, Mari Cruz, que nos llevó bajo la lluvia por las calles de la ciudad al encuentro del bar con el mejor bocata de calamares de Zaragoza. Y damos fe que así es. Un sándwich de pan crujiente repleto de las más tiernas rabas de calamar y bañado con salsa de mayonesa alioli. ¡Delicioso!
Al día siguiente, después del desayuno, seguimos el curso del Ebro hasta llegar a uno de los puentes más modernos, por donde cruzamos a la zona de la Expo. Ahí visitamos el Acuario, el 3er acuario de agua dulce más grande del mundo. No hace falta decir lo fantástico que es. Tiene un estanque principal que cubre los 3 pisos del edificio, donde se pueden apreciar los peces más inmensos que vi. Después se hace un recorrido por los 4 ríos más importantes del planeta y sus habitantes.
Desde los pececitos de colores más brillantes en los ríos de Asia, pasando por las pirañas en el Amazonas, las anguilas, los caimanes y finalmente (la estrella del acuario) el gran cocodrilo, que está tan cerca que uno le podría tocar la nariz (si no le importara perder la mano). Impresionante estar parada al lado suyo. El acuario es una belleza y una visita imperdible para todos los amantes de la naturaleza.
Nos despedimos de Zaragoza con una última hamburguesa completa en Burger Paco (un descubrimiento gastronómico). Y en colectivo, dejamos atrás el río y el centro monumental hasta llegar a la terminal de autobús, para seguir viaje.

Vistas panorámicas y fantasías derretidas en Barcelona


Llegamos a Barcelona cuando se empezaba a hacer de noche. Bajamos del autobús en la Estación Nord, como nos había dicho el colectivero argentino y tuvimos toda la intención de tomarnos el subte pero nos encontramos con que la parada de metro no tenía mapa ni plano de las líneas. Decidimos caminar.
Mi hermano se quejó porque se había excedido con el equipaje y su mochila estaba un tantito pesada. Cuando terminó el parque de la estación, nos chocamos de frente con un majestuoso Arco del Triunfo rojizo que daba paso a una gran explanada peatonal llamada Lluís Companys. Caminamos por esta hermosa calle, rodeados de faroles encendidos, palmeras y gente paseando y patinando. Caminamos y después de mucho andar, alcanzamos la Plaza Real, donde estaba nuestro hostel.
En el camino empezamos un experimento: escuchar. Escuchar a los locales a ver si hablaban o no en catalán. Después de unos cuantos días en esas tierras, el resultado: un promedio del 20% de la población habla catalán entre ellos, y la mayor parte son personas de menos de 35 años. El catalán no es un problema para los turistas, la gente habla en español.
Al hostel Kabul ya se le veía la onda desde afuera: onda fiestera. Tuve miedo. Y mi miedo no hizo más que acrecentarse cuando, tras pasar la puerta y subir unas escaleras, nos encontramos con diez millones de personas jóvenes pululando por ahí. Pánico. “Esto era precisamente lo que intentaba evitar.”- pensé. El hombre de la recepción nos dio las llaves y dijo “Bienvenidos a Gallegolandia”, lo cual nos pareció bastante raro.
Subimos hasta nuestra habitación, compartida, con 22 personas más. Era como la cueva de Alí Babá solo que sin los tesoros, con camas cuchetas y habitada por brasileñas y orientales. Terror. Resignación. Abandono.
Cena gratis, también. Así que bajamos a la zona común (con decir esto me siento en Harry Potter) y nos pusimos en una interminable cola para recibir un plato de paella o pizza. ¡Un punto a favor! Me encanta la comida gratis.
Después salimos a caminar por el boulevard de una calle llamada La Rambla, llena de puestitos de souvenirs, mesitas en la vereda y todo tipo de estatuas vivientes. Llegamos hasta una plazoleta con una columna en el centro, y en la punta el señor Cristóbal Colón. ¿A dónde estaba señalando Colón? Pues, no lo sabemos. Estamos seguros que para las Américas no señalaba. Con razón no llegó a la India.
Luego del desorientado Cristóbal, llegamos a orillas del agua en el Port Vell. Rodeados de yates y barcos de todos los tamaños, cruzamos un hermoso puente de madera hasta una zona comercial nueva y muy linda, con restaurantes, cines y un acuario. Mientras la ciudad se preparaba para otra noche de fiesta, volvimos al hostel.
Tommy y yo nos comprendemos perfectamente. Y mi hermano, dedicado a las artes de la vida social, sabe que soy un ser poco nocturno. Así que dividimos para conquistar, y él andaba de fiesta por la noche barcelonesa mientras yo observaba atenta la vida del hostel (porque dormir, lo que se dice dormir, no empezaba hasta muy entrada la noche). Y porque hay cosas que valen la pena, aun si solo es por el gusto de escribir después. Una de ellas fue pasar las noches ahí. Aunque no hubiese sábanas.
Ya resignada a mi camita oscura en un rincón de la multitudinaria habitación (mi hermano había tenido la delicadeza de cederme la cama de abajo, donde guarecerme de los horrores que pudieran azotarme durante la noche), me dispuse a observar atentamente a los habitantes del hostel. Intentando no hacer contacto directo con ninguno, no sea cosa que se me vinieran a mi reducto privado.
Grande fue la sorpresa cuando me di cuenta que no tenía idea de qué clase de fauna habita un hostel. Primero, Tommy se dedicó a explicarme la sutil diferencia entre los hippies y los mochileros “los hippies no vienen a estos hostels, se van a lugares alejados y más baratos, donde pueden hacer vida con otros hippies”. Eso ya fue un cacho de cultura para mí.
Entonces empecé a ver. Mis amigas brasileñas habían traído valijas, no mochilas. Dentro de sus valijas, había un gran porcentaje de vestidos, ropa de fiesta e incluso zapatos de taco alto. Quién es esta gente? Estos viajeros de bajo presupuesto (todo lo bajo que puede ser un presupuesto en Europa) solo parecen ahorrar en algunas cosas. Pero salen todas las noches y siempre están tomando algo. Y se visten bien. Son los salidores-bebedores; los encuentran en cualquier hostel.
El japonés que tenía en la cama de al lado, bueno, al principio, después se pasó un rato saltando de cama en cama como un conejo asiático y finalmente se eligió otra. Un personaje bastante especial que tenía una Samsonite que cuesta 200 euros y sobre la cama había dejado, como olvidadas, la notebook y un Ipod. Un día me lo encontré llorando, y le pregunté si estaba bien. Se asustó, se acostó y se tapó con la frazadita. Ese es uno de los raros-tecnológicos-orientales; también son frecuentes.
La última noche llegó a la habitación un chico. Pasó desapercibido por un rato hasta que lo vi pasearse en calzas. Calzas. Varón del mundo, a menos que seas jockey en ejercicio de tus funciones o Julio Bocca (al que también le agradecería que se compre un pantalón de jogging) no tenés permitidas las calzas. Punto final. Pero como si las calzas fueran poco atrevimiento, se puso a fumar un cigarrillo de marihuana en la habitación (actividad prohibida en el hostel, además de ilegal, claro). Y ese individuo, de nacionalidad española, no salió nunca de la habitación, nunca! Un clásico caso de narcotizado-ermitaño-con complejo de jockey. También los hay.
Si fuera uno por uno, esto se haría eterno, y no es el “Manual de supervivencia en hostels para la mujer moderna”. Así que solo voy a nombrar un espécimen más. Dos chicas argentinas llegan una noche con cara de pánico a la habitación, después de preguntarme si el baño también era mixto (no lo era) se sientan al lado mío como para ahogar sus penas. “Están viajando por Europa?”- pregunto inocentemente. “Si, venimos de Isssraael”. Ya me pareció raro, nadie lo pronuncia así. Venían de estudiar la Torá, la cual leían todas las noches antes de dormir. No es que tenga nada en contra de las prácticas religiosas, pero hay que admitir que es original. Es el espécimen devoto y de viaje por Europa. Ni les cuento cuando se encontraron con el narcotizado en calzas que les preguntó si leían la Biblia. “No- contestaron- no es la Biblia”. “Pero cómo que no es la Biblia, tía?”, se indignó Julio y volvió a encender otro cigarrillo.
Pero por muy entretenida que fuera mi habitación, había que seguir conociendo Barcelona. Nos despertamos temprano y, después de un desayuno furtivo, salimos a pasear. Tomamos el boulevard de La Rambla de nuevo y pasamos a Colón, seguimos bordeando el puerto de yates y más allá, desembocamos en la playa.
La playa más famosa de la ciudad se llama La Barceloneta, aunque no es la que usan los barceloneses para veranear, sino que pertenece casi exclusivamente a los turistas. Es una playa muy amplia, de arena clara y el mar Mediterráneo es bastante tranquilo. Además de algún que otro puestito en la playa, hay un largo paseo elevado por el que se recorre de punta a punta.
Me imagino que en el verano debe ser una locura de gente, tipo La Bristol en Mar del Plata. Pero en ese momento estaba muy bien, había solo unas pocas personas paseando o haciendo gimnasia y algún loco que se había puesto la malla y estaba mojándose las patas en el mar. Nos sentamos a contemplar el paisaje un rato, con mi acompañante furibundo porque le habían dado el agua para el mate tibia.
Me sorprendió un poco que el barrio adyacente a la playa, con semejante vista, no sea una zona más elegante. Es decir, son edificios de departamentos comunes y corrientes, de esos que ya tienen unos cuantos años y en cuyos balcones flamea la ropa.
Después del paseo marítimo, nos volvimos a adentrar en la ciudad, agarramos por una calle y por otra, creo que nos perdimos, y finalmente terminamos caminando por el pasto que rodea las vías del tren, con una muralla a nuestro costado que delimitaba específicamente el lugar al que queríamos llegar.
A fuerza de insistir, llegamos al dichoso Parque de la Ciudadela. Una belleza. Tiene dentro estanques, fuentes, el zoológico, invernaderos y un museo (tan nuevo que las visitas empiezan en Abril). Cuando termina el parque nos encontramos con la explanada del Arco del Triunfo, así que paseamos otro poco por ahí, entre palmeras y patinadores.
Después intentamos visitar la Catedral, pero decidimos volver en horario de misa, cuando no cobraban entrada (descubriríamos que es una hermosa iglesia, entre gótica y medieval). Por lo pronto, mientras tocaba una banda de música bajo las escalinatas de la Catedral, nos sentamos al sol a recuperar fuerzas y comer unos regios sándwiches.
A la tarde, caminamos hasta la parada del funicular que nos subió hasta una colina llamada Montjuic. Allá arriba, se puede tomar el teleférico o simplemente seguir el camino hasta subir al castillo. Por supuesto que, entre gastar los 12 euros del teleférico o subir a la aventura por el bosque, decidimos lo segundo  y nos gastamos todas nuestras energías en una cuesta interminable aunque rodeada de un bonito paisaje.
El Castillo de Montjuic es una antigua fortaleza que se usó para vigilar la ciudad, el puerto y el mar Mediterráneo. Está en reparación y no entramos, pero verdaderamente, lo que vale la subida son las vistas desde allá arriba. Por un lado de la explanada del castillo, donde hay apostados cañones gigantes, se ve el puerto, con sus buques y sus cruceros, la costa y las playas, y el mar. Del otro lado, se ve la ciudad entera hasta la lejana colina donde está el Parc Güell. Se distinguen los principales parques y los edificios famosos de Gaudí.
Esa noche, después de nuestra cena gratuita, dimos un paseo por las calles del barrio gótico (enmarañadas callecitas de edificios antiguos, llenas de restaurants y tiendas de moda) y nos encontramos a tomar un clara con limón en un pub con Jordi, que nos puso al día sobre las costumbres y las especialidades catalanas.
Tal vez no sepa mucho sobre Barcelona, pero sé que existió un artista llamado Gaudí que dejó su impronta en la ciudad, y sus creaciones son el atractivo turístico más importante para quienes entienden de arte. Se destacan dos: la iglesia de la Sagrada Familia y el Parc Güell.
Allá fuimos a la famosa iglesia, que ya tenía formada una cola para entrar, lo cual nos permitió apreciarla un rato desde afuera (es más increíble que su interior). Las obras de Gaudí, y ésta en particular, son creaciones muy locas y que parecen derretidas. No hay ángulos rectos ni formas definidas. Todo está como pegoteado. Dicen que éste artista intentaba abarcar tanto los aspectos estructurales de una construcción (que lo tenían obsesionado) como los más mínimos detalles hechos en cerámica, vidrio o hierro.
La Sagrada Familia es una iglesia absurdamente recargada de éstos detalles, algunos religiosos y otros simplemente fantásticos, y que parece no estar terminada (porque no lo está, Gaudí se murió antes). Por dentro, está casi completamente vacía, a excepción de algunos bancos. Es blanca y muy luminosa y destacan los vitrós en las ventanas y algunos dibujos en cerámica… casi no da la sensación de estar en una iglesia. Es una obra de arte rara y como sacada de una alucinación. Pero yo de arquitectura, no entiendo nada. Y, si entendía algo, Gaudí se encargó de marearme de nuevo.
Vuelta al subte con dirección al Parc Güell: una colina entera donde Gaudí se dedicó a crear sus fantasías antes de llevar a cabo la Sagrada Familia.
El parque no está demasiado bien señalizado y, pese a que tiene una gran escalera mecánica para subir, no es recomendable para quien no quiera hacer demasiado esfuerzo físico. Llegamos hasta el monumento de las 3 Cruces, (yo bastante fastidiada, a decir verdad) desde donde se ve un hermoso panorama de la ciudad.
Siguiendo los caminitos del parque, empezamos a cruzarnos con unos cuantos paquistaníes o indios que venían trotando por el monte. De repente, éstos se convirtieron en una horda de personas que corrían en todas las direcciones y escondían bultos sospechosos en los arbustos del parque. “Que raro, no parecen estar haciendo footing”- pensamos con Tommy.
Unos cientos de metros más adelante, dimos con la respuesta: eran los vendedores ambulantes que, cada 10 minutos (ante el silbido de uno que hacía las veces de vigía) corrían despavoridos por la colina huyendo de la policía. Solo para volver a los tres segundos y armar de nuevo su puestito, con una manta en el suelo y sus productos prolijamente ordenados. Todo un espectáculo digno de ver, casi que deseábamos que viniera la policía para ver el circo que armaban.
El parque está repleto de locas creaciones de Gaudí, pero lo más lindo es una especie de explanada o terraza circular inmensa, que en todo el borde tiene un asiento, decorado con dibujos hechos de cerámica de colores. Da el aspecto de un parque de jardín de infantes, con su colorido y sus bancos con formas redondeadas, como de olas.
Ahí nos sentamos a almorzar algo y nos divertimos con los vendedores ambulantes espantados, con una banda de música caribeña y con un señor, estilo náufrago, que llegó y armó una caja de cartón gigante, se metió adentro y sacó por unos agujeritos las manos para saludar a la gente y hacerse fotos. Y cada tanto se metía adentro y ahí se quedaba por un rato, y cuando llegaba gente nueva, los asustaba moviendo la caja. Las cosas que hay que ver.
Regresando a nuestros aposentos, nos volvimos a separar y Tommy fue a conocer el Camp Nou (estadio del Barcelona). Yo volví al hotel a recuperar energías, solo para gastarlas en la hermosa experiencia de bañarme deseando que la menor cantidad de partes de mi cuerpo toquen partes del baño, hacer una enorme pila de ropa en un ganchito trémulo intentando que nada caiga al piso y apretar una y otra vez el botón de la ducha para que no deje de salir agua caliente.
Cena gratuita de por medio, se fueron sentando en la mesa en que estábamos, todos los personajes que se habían hecho amigos de Tommy en estos 4 días. Los argentinos que venían de recorrer Europa y estaban reposando unos días antes de volver a la vida normal, un norteamericano que tenía que hacer tiempo hasta las 4 am que salía su avión, unos mexicanos que estudiaban en Francia y un francés que no hablaba ni español ni inglés…
En fin, coloridos personajes que se sumaron a nuestra charla, nos contaron historias y me hicieron compañía hasta las 2 am, hora en que  podía volver a la habitación y comenzar la desgastante lucha entre los que querían apagar la luz y los que la querían prender (yo dormía o leía, según el caso). Esta vez, el español de calzas estuvo de mi lado y se arrastró somnoliento hasta la puerta, apagó la luz con un bufido y dio comienzo a mi último sueño en el hostel.  
A la mañana siguiente, solo quedaba juntar las cosas, despedirse y cargar con todo hasta la terminal de autobús, donde comimos algo, Tommy respondió a la encuesta más larga del mundo y, después de comprarme algunos libros en oferta, subimos al colectivo con rumbo a Madrid.